Tiempo de inmigración

Queda solo en los titulares. Pocos lectores profundizan en la noticia. Los inmigrantes llegan ahora con el mal llamado buen tiempo, en patera, en camiones, escondidos o pagando un billete y después escabulléndose por nuestra tierra. Los nuestros, nuestros inmigrantes, también pasan las fronteras, que existen y siempre existirán, marcadas no por mares, sino por la lengua y otras cosillas, y buscan un cobijo laboral allá donde pueda existir, mal pagados y en muchas, la mayoría de las ocasiones, a realizar las tareas que los autóctonos no quieren. Como aquí. Mismamente.

Los inmigrantes que llegan en patera son puestos a disposición de la policía, que está ahí cumpliendo órdenes, tras pasar el reconocimiento de la Cruz Roja, que está ahí cumpliendo una labor encomiable. No son ni delincuentes ni enfermos, salvo los avatares de un viaje que solo ellos saben dónde y cuándo se inició. Los nuestros tampoco lo son, y se consideran afortunados porque ya no los repatrían cuando les piden los papeles, aquí, en esta Europa que creemos nuestra. Es el siglo XXI, cuando Internet le da al parecer unificación a la aldea global, rompiendo espacios y distancias; cuando todos creemos lo que nos dice la televisión; el siglo en el que nos han hecho pensar que todos somos iguales, independientemente del color de la piel o del idioma que hablemos. Pero esa es la gran mentira de este siglo. Ni lo somos ni nos consideramos iguales. Un inmigrante lo es allá donde llegue, allá donde esté. Y se lo hacen o hacemos notar con el trato, con las opciones laborales, con los salarios, con la mirada. Aquí, si entran de forma ilegal, que es no pasando una aduana, los ponemos bajo la custodia de la policía antes de devolverlos al lugar donde interesa pensar del que han salido. Si llegan con su pasaporte entrarán a cubrir los puestos desechados por nosotros, como los nuestros cuando salen de aquí a buscarse las habichuelas. Y solo ellos saben que callan mucho más de lo que hablan, unos y otros. El color de la piel, los rasgos físicos, la lengua los delata, a los nuestros que van y a los de allá que llegan, vengan de un país fronterizo, porque España limita al sur con Marruecos, o vengan de un continente lejano, aunque traigan nuestra propia lengua que es la suya, pero que creemos que es nuestra, solo nuestra. Y pasa el tiempo, y pasan los siglos, y las gentes se mueven para mejorar su vida, o para mantenerla, aunque quienes las reciben no quieran verlo, al menos de forma mayoritaria. Y luego está el gran jefe, ese que marca tendencia, ese que abre y cierra puertas, ese que gobierna el mundo con un rubio de piel clara en el poder. Ya sé que con esas características hay más de uno, hasta dos con semejantes propiedades. Y ellos se entienden, los dos rubios, porque persiguen lo mismo. La dominación, que siempre fue igual, incluso cuando no se había inventado Internet.

1 Comentario

  1. Siempre te leo, Juan de Dios. Y este me artículo es uno de mis favoritos. En pleno siglo XXI hay quienes todavía llevan las cadenas de los imperios colonizadores, y a ustedes bastante les corresponde de esto. Todavía, cuando veo esa bella cinta de Herzog, «Aguirre, la colera de Dios», se me caen las lágrimas por cada indio que cayó en el descubrimiento y la conquista de América. Y ahí están nuestros «Cien años de soledad» de América Latina. Para poder viajar sin ser colonizados o colonizadores tenemos que decolonizar nuestras identidades. Saludos desde este Sur.

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