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El Oráculo de la rebotica

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Coletas a los seis años

Que no, que en la farmacia no me toman en serio. Que esas cosas se notan. A mí me encanta estar allí, porque todo el barrio me conoce desde pequeña y nos tenemos mucho cariño, pero yo pensaba que al licenciarme pasaría a ser algo como Doña Daniela, o al menos simplemente Daniela. Pero que va, para la mayoría sigo siendo Coletas, como a los seis años.

– Coletas. ¡Sácame mis medicinas! – ha ordenado Don Andrés lanzándome su tarjeta desde la puerta.
– No funciona la receta electrónica, – he informado muy profesional.
– Y además estoy yo esperando, – ha señalado Doña Isabel dando un par de abanicazos.
– Será que no sabes usarla. – Como les digo, respeto, así, respeto, no es que me tengan.
– No es mi culpa Don Andrés, está averiada en toda Andalucía, – he añadido dolida.
– Llama a Purita. – Purita es la auxiliar, a la que todos consideran una autoridad en materia farmacéutica. La voz se ha manifestado desde la rebotica.
– ES DE TODA ANDALUCÍA.
– Ah, pues es de toda Andalucía, – ha repetido Don Andrés con reverencia.

– En ese momento al dichoso ordenador le ha dado por reaccionar y yo me he puesto como una loca a demostrar mis cualidades:

– Aquí tiene, Doña Isabel, – he dicho alargándole sus pastillas a la señora, que estaba apunto de abrirse un hueco en el pecho a base de abanico.
– Ni hablar, saca las mías. Las de la caja blanca y azul.
– La marca no se la puedo dar, que se pasa seis euros.
– Mira Coletas que en la farmacia del ambulatorio me las dan sin problemas. – Y mirando a Don Andrés – y más linda y «apañá» que es la muchacha. En el rato que llevo aquí ya habría atendido a seis personas lo menos. – Yo creo que en el fondo me aprecian, pero corcho, podían pensarse un poco lo que dicen. – Pregúntale a Puri.
– NO SE PUEDE DAR LA MARCA. – De nuevo el Oráculo de la rebotica se ha manifestado a mi favor.
– Aquí tiene el genérico, que es exactamente lo mismo.
– Qué va a ser lo mismo – ha contestado indignada. – Y además ésta ni siquiera es la que me disteis el mes pasado.
– HAN CAMBIADO LA PRESENTACIÓN. – No ha hecho falta que reclamásemos su intervención, el Oráculo estaba así de amable.
– “Sara e Iker podrían haberse casado en secreto” – ha leído Don Andrés, que estaba ojeando una revista mientras esperaba. Por un momento he esperado la voz de Purita manifestándose al respecto “SI SE HAN CASADO” O “NADA DE ESO”. Pero no se ha escuchado nada.
– ¡Uy, con quien tenía que casarse ese muchacho es con mi Paquita, que es una verdadera princesa! – Ha dicho sacando pecho Doña Maribel.
– ¿Una princesa tu Paquita? – Ha preguntado algo incrédulo Don Andrés.
– Pues mira sí. Para empezar, tiene un pariente taxista como Letizia. Dos hijos de otro, que es uno más de los que tiene Mette-Marit, y además un padre con mala reputación, como la de Holanda.
– Pues lleva toda la razón, – he concedido reflexiva, – sí que es toda una princesa. – Enseguida Doña Isabel se ha despedido de nosotros y yo he cogido la tarjeta de Don Andrés.
– Coletas, devuélveme la tarjeta.
– Pero si no se la he pasado todavía.
– Ni falta que hace. Sólo venía a refrescarme un rato. Pero ya que estoy aquí me tomas la tensión. Aunque mejor que lo haga Puri, que no quiero molestarte.

Un cumpleaños memorable

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Santiago, Salvador o como demonios se llame

¡Qué injusta es la vida! ¿Hay algo más triste que cenar sola en «Villa Oniria» el día de tu cumpleaños? Pues la respuesta es que sí, vaya que sí. Había quedado para cenar con Violeta, mi prima la bailarina, que está de gira en la ciudad. No había terminado de sentarme y pedir una copa cuando me llama la muy desgraciada para decirme que no va a presentarse porque Iván, el violonchelista suplente, le había propuesto ir a tomar algo y, claro, no podía dejar pasar esa oportunidad. Al parecer tiene un hoyuelo en la barbilla, y Violeta se pirra por los hoyuelos. En un arrebato de independencia muy relacionado con que no había probado bocado desde las dos, me decidí a tomar algo, en concreto unas costillas. Y ahí estaba yo, en el restaurante más romántico de la ciudad, cuando el horror me consumió al constatar que tres mesas más allá, Arturo, mi exnovio ayudaba a una rubia delgadísima a deshacerse de su bolero. ¡Espanto! ¡Es lo que le faltaba al retal de dignidad que me quedaba, que Arturo me viese cenando sola en mi cumpleaños!. Me había telefoneado para felicitarme sobre las seis y me dio por ponerme en plan misterioso asegurándole que tenía un plan de lo más increíble. Aunque, desde luego, lo cierto es que el asunto era bastante increíble. Inmediatamente me agazapé detrás de la carta, pero no me sentía segura del todo y opté por esconderme debajo de la mesa.

– ¿Busca algo la señora? – Preguntó un solícito camarero acercándose a la mesa.

– No gracias – contesté en un susurro intentando que se marchase.

– ¿Puedo ayudarla en algo? – Insistió levantando el mantel por el costado más preocupante.

– ¡Suelte mi mantel! – Dije enojada tirando de la tela con demasiada energía, lo que hizo que se cayera una copa con gran estrépito.

– ¿Daniela? – Preguntó una familiar voz levantando otra esquina del odioso mantel.

– ¿Arturo? ¡Arturo, qué alegría! – Exclamé mientras salía de mi escondite.

– ¿Qué haces aquí sola? – Preguntó yendo directo al grano.

– No, no, no, para nada. No estoy sola, no, – estaba tan nerviosa, – estoy con él. – Dije señalando al citado camarero que en ese momento recogía con gran esmero los trozos rotos de mi copa, ajeno a que acababa de comenzar una relación conmigo. – Esta era la única forma de pasar juntos esta noche tan especial. – Sentencié mientras salía de mi escondite. En mi cabeza la excusa sonaba mucho mejor.

– ¡Qué bonito! – Exclamó la acompañante de Arturo que se había unido al grupo.

– Sí, la verdad es que sí. ¿A que lo de la copa ha quedado muy natural? – dije tratando de dar un toque de enigma al asunto.

– ¿Por qué no nos sentamos juntos? – Propuso el fideo, que se dio a conocer como Margarita.

– Uy no, no. Yo es que ya me iba.

– Aquí tiene sus costillas señora – dijo el inoportuno camarero cuya placa identificaba como Santiago.

– ¡Qué bárbaro! ¡Hasta te habla de usted! – Exclamó impresionada Margarita.

– Ya os lo dije, es un profesional de los pies a la cabeza. Y mira qué detalle, me ha traído unas costillas. No es un broche de diamantes, pero no está mal. ¿Verdad?

– Yo soy vegetariana, no podría aceptarlas – añadió mientras se sentaban.

– ¡Toma nota Arturo! ¡Díselo con unos cogollos! – Dije tratando de parecer animada y metiéndole mano a mi primera costilla. Aquello lo ventilaba yo en un rato.

– ¿Qué tal el trabajo? – Preguntó Arturo tan impertinente como siempre. Él sabe que es una pregunta que odio. No es que tenga nada en contra de la edafología, yo incluso diría que me es simpática, pero hasta que no me entere bien de qué va el asunto prefiero evitar el tema.

– ¡Ah, pues colosal! El Dr. Valle está contentísimo con los resultados que estamos teniendo de los análisis. Son muy concluyentes – afirmé con aire profesional.

– ¿Y qué concluyen? – Mira la pillina del espárrago. Ahora quería pillarme.

– Bueno, son conclusiones muy concretas de mi campo analítico. ¿Sabes?

– Margarita es doctora en geología. – Aclaró Arturo. Vaya por Dios, esta gente aparece como setas.

– ¡Qué coincidencia! ¡Somos colegas! – las palmas de las manos empezaban a sudarme.

– Pues sí. Arturo no me ha dejado claro si eres edafóloga o geóloga – Ya, sí. No tenía ni idea de en que terreno se estaba metiendo la tal Margarita.

– ¿Y tú? – había que desviar el tema.

– Yo petrógrafa. – Atiza, eso sí que es nuevo. Menos mal que una sabe de etimología.

– Uff, supongo que te estará afectando mucho el asunto de los coches electricos y tal. – Otra costilla, ya sólo me quedaban cuatro.

– ¿Cómo?

– La petrografía no tiene nada que ver con el petróleo, Daniela. Margarita estudia las rocas. – Aclaró Arturo mirándome significativamente.

– Uy, que no lo habéis cogido. Era un chiste gremial – dije entre risitas tratando de disimular. No parecía que lo de las rocas fuese en broma. Tenía que enterarme de si era así.

– Aquí tienen su ensalada – interrumpió Santiago que llegaba con un plato de lo más primaveral.

-¡Qué miradas me echa! ¡Me estoy ruborizando! – dije en cuanto se alejó un par de metros.

– ¿Arturo, quieres una de mis costillas? – Aquello sonó fatal así que me apresuré a aclararlo – Me refiero a las del plato, no a las mías, claro está. Entre Arturo y yo todo está terminado. Ahora mis costillas, costillas solo las comparto con Salva.

– ¿Quién es Salva? – preguntó curioso Arturo.

– Pues el camarero claro, el camarero de mi amor… – estaba tan nerviosa que se me resbaló el cuchillo con tan mala fortuna que casi degollé a la pobre Margarita. No lo hice con intención claro está, pero seguro que ya no me vuelve a preguntar si soy edafóloga o geóloga en toda su vida.

– El camarero se llama Santiago. –añadió Arturo.

– No, se llama Salvador y yo lo llamo Salva –y mirando a Margarita- y  a veces también lo llamo pichoncín, pero le molesta que lo haga en público.

– Su solomillo, señor –volvió a interrumpir el camarero dejando justo a la altura de mi nariz su placa identificativa.

– ¡Ah no, por aquí sí que no paso! – Exclamé con aire angustiado. – ¡Yo no aguanto ni una mentira más! ¡Entre nosotros está todo acabado! – Grité poniéndome en pie y dejando al grupo estupefacto. – ¡No quiero saber nada más de ti, te devuelvo tus costillas! – Y me largué del salón sin mirar atrás y con un porte, a mi parecer, muy digno.

Un cumpleaños memorable, desde luego. Aunque todavía me pregunto quién pagó mis costillas.