Mosca

He de confesar mi más absoluto desprecio y repugnancia por las moscas, ese insecto pegajoso, impertinente y coñazo que nos llega todos los años con la primavera y nos acompaña, con frecuencia, hasta en los inviernos más suaves. Lo cierto es que surgen hechos que, en ocasiones, nos reconcilian con aquello que detestamos y algo de eso me ha ocurrido al leer la noticia de que un turista alemán, tras permanecer durante diez días perdido en el desierto de Australia ha sobrevivido gracias a las moscas con las que se alimentaba. Lo que hace el hambre.

Me he acordado de ‘El señor de las moscas’, del inglés W. Golding, título iconográfico que analiza la maldad humana, representada por Belcebú. Y de cuando el diablo se aburre y mata moscas con el rabo y de esas dos mil moscas que murieron en un panal de rica miel y que por golosas murieron presas de patas en él. Y de aquel compañero que se pasaba la clase cogiendo moscas y guardándolas en la prisión de cristal de un bote vacío. O de aquel otro que les cortaba las alas y las ponía en formación. También del profesor que en voz alta decía aquello de: «Moscas, moscas. Hay que acabar con las moscas». Mientras resolvíamos un problema de matemáticas. He recordado el fly con el que fumigaba mi madre para alejarlas o el matamoscas de rejilla, más efectivo, que usaba mi abuela y que manejaba con destreza sin moverse del sillón. La verdadera fobia por este insecto que, dicen, sufría Manuel de Falla o del nauseabundo espectáculo de observar el baño natatorio de una mosca en el plato de la sopa.

Se cuenta, como anécdota, que en el tardo franquismo, en uno de los últimos desfiles de la victoria que presidió Franco, se mantuvo saludando a pie firme en la tribuna pero con la boca abierta y que su ayudante, el entonces jefe de la Casa Civil, Fernando Fuertes de Villavicencio, en tono respetuoso pero coloquial le dijo al oído: «Excelencia, en boca cerrada no entran moscas». Respondiéndole, el entonces jefe del estado: «Y que hago con las que tengo dentro». Tragarse una mosca es algo frecuente sobre todo si vas corriendo haciendo ‘footing’ o paseando en bicicleta. Es de lo más desagradable tragarse una mosca cruda. Pero ya lo han visto. Las moscas le han salvado la vida al turista alemán, gracias a las proteínas que le han proporcionado.

No es un insecto despreciable y por lo tanto deberíamos ir pensando en incorporarlo a la ‘nouvelle cuisine’. Tal vez un tartar de mosca de la vega sobre lecho de rúcala puede estar bueno, debidamente condimentado. Eso sí, que las moscas estén muy lavadas. Porque la mosca, como es sabido, lo mismo procede de una mierda que de un pastel.

La cuestión es que al final del artículo estoy notando cierta simpatía por este insecto no solo por sus nutrientes que ofrece sino porque sus neuronas podrían revelar la etiología de la enfermedad de alzheimer. Y eso son palabras mayores. En ello están.