Tapas

Por mil y una razones, más temprano que tarde, parece de justicia que la Alpujarra sea declarada patrimonio de la Humanidad y que la Unesco, igualmente, tome en consideración histórica a Granada como ciudad de la poesía.

Pero Granada también es ciudad de la gastronomía, alabada por multirraciales paladares, autóctonos y foráneos y forma parte de esa red clientelar de los degustadores de la denominada tapa: pequeña ración o aperitivo que acompaña a una bebida.

Parece que este diminuto picoteo se puso de moda en los bares durante la Guerra Civil española por cortesía de sus propietarios, dada la escasez de alimentos. De forma que algo tiene, -según la Ley de Memoria Histórica-, de fascista o republicana. Nada es perfecto. Es que están los paladares muy sensibles. Pero sin adentrarme en el origen de este piscolabis, cuestión que dejo para los estudiosos gourmets, no hay la menor duda de que Granada ha sido y continúa siendo, pese a la vieja leyenda de «tierra del chavico», ciudad de la tapa gratis, aunque ello no sea un factor singular con respecto a otros lugares que también ofrecen la tapita sin aumentar el precio de la consumición.

En la multitudinaria carrera por conseguir el título de «Ciudad de la Tapa», a la que aspiran capitales y pueblos de media España, algunos bares y tabernáculos granadinos han entrado en una dinámica confusa y me atrevería a calificar de torpe aumentando el precio de las bebidas y el tamaño de las tapas. Con lo cual se encarece y desvirtúa el sentido primario del tentempié.

En mi juventud de copeo, junto a un vermú o una cerveza, el camarero las acompañaba de una cucharita de ensaladilla rusa o un platito ovalado de olivas, aunque había quienes las alternaban con unas almendras fritas, maní, «jamón de mono», (vox populi), o altramuces «chochitos de vieja», (vox populi). La tapa más contundente, -ajos fritos-, la servía Casa Gálvez. Pero del ayer al hoy, la costumbre de la tapa ha evolucionado de manera sorprendente. Porque algunas tapas, por su abundancia, han llegado a sustituir a una buena comida en detrimento, claro está, de los restauradores. Y ése no es el concepto del corto refrigerio que debe ser como el prólogo a un apetitoso condumio a mesa y mantel, con cuchara y tenedor. Es lo que Ferrán Adriá, gran defensor especialmente de la tapa andaluza, propuso como entrantes en sus restaurantes.

Sin volver a los ajos de Gálvez, ni a los «chochitos», sería tal vez recomendable por quienes confunden cantidad con calidad ajustar de manera minimalista, pero exquisita, el acompañamiento gastronómico del bebercio.

No se puede saciar al cliente de primeras, hay que ir abriéndole el apetito poco a poco. Y eso hay que hacerlo con las mejores viandas de la tierra, con exigencia en la materia prima y con precios razonables que no quiero hacer comparaciones.