No hay nada como morirse

Hace una semana que dejó de existir Adolfo Suárez, aunque «murió en vida» hace más de una década sufriendo la inconsciencia de la terrible enfermedad del olvido. La última imagen, junto al rey, por el jardín de su casa, de espaldas, ocultando la mirada ausente fue para todos el paseo a ninguna parte; el de los pasos perdidos. Y ha sido precisamente en el salón de «Los Pasos Perdidos», en el Congreso de los Diputados, donde el pueblo le ha rendido su tributo póstumo de afecto y admiración.

Suárez fue capaz de saltar el impredecible e imprescindible muro político de un hermético régimen convirtiéndose, con vertiginosa decisión y eficacia, en el artífice del nuevo sistema de la España democrática. Parece que el tiempo todo lo cura y se lo han perdonado algunos. No hay nada como morirse. Pero Suárez, como todo gran hombre, fue el más admirado y el más odiado por todo lo que hizo y dejó de hacer en la etapa de la Transición.

Durante estos días, de luto, se han derramado lágrimas sinceras y farisaicas, han corrido ríos de tinta y se han alzado voces elogiando la irrepetible figura del político de Cebreros resaltándose, especialmente, su dignidad y honradez. Claro síntoma de que la primera exigencia popular, a un político, pasa por ser digno como servidor público y honesto en el desempeño de sus funciones. Y la clase política actual, salvo marginales excepciones, se ha deshecho en elogios y loas al talante personal de quien, a través de la palabra, logró los mejores objetivos para el país con diálogo, consenso y concordia. Parece como si la muerte del primer presidente de la democracia hubiese sido un revulsivo para remover las conciencias de quienes hoy son incapaces de seguir su ejemplo.

El calendario corre deprisa y cuesta trabajo memorizar el día a día de sus últimos momentos como gobernante pero, Suárez, fue víctima de feroces ataques de casi todos los estamentos incluida su propia formación, (UCD), con una Prensa mucho más beligerante que la de hoy, y un rampante socialismo que consideraba, legítimamente, llegado ya el momento de un cambio político democrático.

Es curioso pero la pregunta más frecuente, en toda la semana, de los opinadores políticos y de quienes estuvieron cerca de él, pero nunca recibieron una respuesta, ha sido: «¿Por qué dimitió Adolfo Suárez como presidente del gobierno? Con certeza, por lógica, parece que la fuerte presión social interna y externa le provocó humanamente debilidad para seguir afrontando el reto de dirigir el ejecutivo, pero sobre todo, como consecuencia de ello, se produjo una quiebra de confianza, por parte de la jefatura del Estado, determinante para que, Adolfo Suárez, decidiera dimitir, «aquel día», como un servicio más a la corona y a España. Aunque él, con caballerosidad y lealtad, la verdadera razón se la ha llevado a la tumba.