Silencio. Se rueda.

Ha tenido que imponerse el silencio sobre ruedas de Renfe en algunos trenes que, Ave María Purísima, no admiten amenores de catorce años, ni hablar en voz alta, ni mantener una conversación a través del móvil ni siquiera cantar a coro eufórico «para ser conductor de primera».

El márketing, que es una ciencia comercial sensible a las demandas de los consumidores, en éste caso de los usuarios del ferrocarril de alta velocidad, ha llegado a la conclusión de que existen clientes que, por distintas razones, no soportan el coñazo de un niño correteando por un vagón; de un comercial cerrando a voz en grito un pedido a golpe de móvil o de un grupo de aficionados del Betis coreando el himno oficial del club. Por eso han ideado el ‘AVE silencioso’.

Ya era hora que alguien implantase normas silenciosas que hagan más llevadera y placentera la convivencia grupal. Porque si bien es grato conversar, reírse e incluso cantar, a veces perdemos la medida de los decibelios y puede ser de gran agobio beberte una cerveza, acompañada de media de calamares, en uno de esos bares cuya acústica reverberante te invita a concluir y marcharte cuanto antes en busca de un remanso de paz. Yo creía que los españoles, por naturaleza, éramos vociferantes natos, pero vengo observando que los extranjeros, especialmente los ingleses y alemanes, cuando entran en faena, después de ingerir algunas pintas y varias botellas de vino blanco, nos superan con intensidad en magnitudes acústicas. No sé qué rentabilidad obtendrá Renfe con este ‘AVE silencioso’, pero en principio su excluyente normativa lo hace atractivo para quienes prefieren un viaje confortablemente tranquilo y sin ruidos estentóreos.

Aunque no estoy seguro de que dentro de un vagón de tren pueda controlarse el pleno silencio porque, al margen del circular de la máquina por las traviesas viarias, como humanos que somos, en el interior, algún ruido provocaremos, por ejemplo, a la hora de dar una cabezada y no seamos conscientes del profundo ronquido, el estornudo abierto por la alergia a la moqueta del pasillo o el incontrolable gas metano con salida rectal sonoramente estruendoso de algún viajero en la digestión de una suculenta fabada asturiana.

No sabemos si en cada vagón habrá un detector de ruidos, detector que supongo –y es una idea para la empresa de ferrocarriles– debe identificar al pasajero o pasajera que haga caso omiso a la norma y penalizarle con algún suplemento sobre el precio del billete por romper el pacto de silencio u obligarle en caso de renuncia, con exquisita cortesía, a bajarse en la próxima estación.

El silencio es la sensación total auditiva. Un viaje en el ‘AVE silencioso’ no tiene precio si se respeta el silencio.