Calles, esculturas y necedades

Decía un inolvidable maestro mío que los honores y distinciones, especialmente rotular una calle o erigir una escultura a algún ilustre personaje eran “flor de un día”, por aquello de que otros vendrán y las quitarán. Y no le faltaba razón porque, por desgracia, la política o los políticos, que suelen manejar con interesados hilos el criterio del ciudadano, lo cambian caprichosamente como cambia la veleta impulsada por la dirección del viento.

Esta semana de acueducto festivo, con final trágico en Cataluña por los cobardes atentados perpetrados por radicales islamistas, a muchos nos ha sorprendido el informe realizado por un majadero, que dice ser historiador, en el que aconseja al ayuntamiento de Sabadell retirar las placas de varias calles que honran la memoria de personalidades del mundo del arte o la literatura como Luis de Góngora, Goya, Calderón de la Barca, Bécquer, Tirso de Molina o Antonio Machado…, a quienes consideran «ejemplos paradigmáticos del modelo pseudocultural franquista». Áteme usted esas moscas por el rabo. Yo comprendo que con el sofocante calor veraniego algunas cabezas sufran severos trastornos neuronales, pero estos daños suelen solucionarse con diversas medidas y la ayuda de un buen psiquiatra y no redactando un informe de ‘gran calado’ como el que ha elaborado el historiado historiador por demanda del consistorio sabadellense.

El alcalde, que también debe ser una lumbrera, al parecer quiere salvar la calle dedicada al poeta, Antonio Machado, pese a considerarlo «españolista», ante la avalancha de críticas y protestas recibidas que lo han puesto a caer de un burro por tamaña animalada. Antonio Machado era, entre otros defectos gloriosos, sevillano, español y republicano que murió, como es sabido, con el corazón helado en el exilio, en la localidad francesa de Colliure en l939. Estos personajes, me refiero al virtuoso historiador y al insigne regidor, que fluyen como setas venenosas en la nueva España, que nos hemos dado, son más peligrosos que un mono con un Kalashnikovs. Encomendémonos a los dioses para que el sentido común y la sensatez, que son virtudes que circulan con gran dificultad, prevalezcan en nuestra diaria convivencia entre gobernantes y electores para bien de la comunidad: salvo que queramos caer en el pozo ciego de la eterna idiotez.

Los otros días, paseante por esa Granada cada vez más sucia, observé cómo los grafiteros vandálicos –porque hay muy excelentes artistas que manejan el ingenio y el bote con admirable arte– han ensañado y enmarranado lugares históricos, monumentos, mobiliario urbano y parques. Por cierto, que el parque de Tico Medina, que ya tenía un uso canino desmesurado y algún que otro espontáneo botellón, ha sido mancillado, injustificadamente, con signos del salvaje spray. Tenga usted un parque para esto.

Tenía razón mi maestro. No hay placa callejera, ni escultura ciudadana que aguante la adulación, el homenaje, la pompa y circunstancia de un día de gloria. El paso del tiempo lo borra todo o casi todo. Salvo que la historia verdadera, auténtica, esté sustanciada por obras, amores y buenas razones. Pese a ello, fíjense lo que ocurre cuando un necio, en el poder, ningunea y desprecia a figuras históricas como acaba de hacer el alcalde de Sabadell.

El paseo de las esculturas, en la avenida granadina de la Constitución, tampoco se libra del gamberrismo pinturero aunque, como contraste, ni a los bronces de María “La Canastera”, ni al del santo Juan de la Cruz, le faltan unas flores diarias. Un detalle de sensibilidad. Al que le espera una nueva paliza, en la que una vez más perderá el antebrazo, es al pétreo emperador Carlos V, en la plaza de la Universidad, si no lo evita nadie. Viene siendo una vieja y dolorosa costumbre para conmemorar, de manera solemne y académica, el inicio del curso.

En el cementerio de la Almudena, de Madrid, la canalla, ha profanado doce estatuas y tumbas, entre ellas, la de Lola Flores y la de su hijo Antonio. Esta desquiciante actitud no se puede reparar. No se puede reparar hasta que no seamos capaces de educar, inculcar, y reprimir, conductualmente, a esta sociedad enloquecida y diabólicamente transgresora que actúa con el descaro de la impunidad. Y si además, por el camino, te sale un mendrugo con bastón de mando, es para miccionar y no echar menudencia.