Salgamos de la crisis. Es Navidad.

La mañana, como todos los días durante las últimas ciento cuatro semanas, se ha presentado fría y gris. Esteban busca el reloj en la mesita de noche, detenido a la misma hora desde que un día perdió la cuenta de las veces que lo miraba durante la noche. Observa con ternura a su mujer, quien aún dormida sabe que él prefiere revolverse en su interior para no molestarla antes que dar vueltas en la cama. Las luces de la calle alumbran temblorosas bajo el rocío de diciembre. Esteban las contempla, monótonas y ecuánimes. Es temprano. Siempre es muy temprano.

No ha querido perder las costumbres adquiridas tras veinte años de trabajo: escuchar la radio mientras se asea con parsimonia, vestirse en el mismo ángulo de la habitación, limpiar los zapatos (“todo hombre que se precie de ser un caballero ha de llevarlos impecables”, decía su abuela), tomar un café sólo y terminar de oír las noticias mientras planea la jornada.

Hace tiempo, el portal del edificio era una salida hacia la normalidad, hacia la cotidiana y feliz regularidad laboral. Era un orden, una norma, un avanzar de los días en los que podía aplicar conocimientos, experiencia e ilusiones. Hoy, el portal es una boca al infierno en el que se detiene unos segundos previos a saltar al vacío. Al mismo y cruel abismo, una y otra vez.

Hace un par de años, la carpeta de Esteban contenía documentación de proyectos que acostumbraba a revisar después de cenar. Hoy acarrea copias de currículums bloqueados en la misma fecha: “fin de experiencia profesional”. Papeles a los que les ha perdido el respeto y la esperanza útil. El sol de mediodía languidece sin alcanzar el cenit. Su sombra alargada le precede, oscura y desafiante. Sus pasos dejaron de sonar en las aceras de la ciudad y en los embaldosados de los despachos. Sólo en la oficina de empleo resuenan sus pisadas como en las iglesias, vacías y anónimas.

Antes de regresar a casa, cansado de desafiar a su suerte y sus circunstancias, se detiene frente al mismo quiosco donde antes compraba diariamente la prensa. Lee sin prisa los titulares de los periódicos: “La crisis es, en muchos aspectos, historia del pasado”. Esteban salta de alegría, besa y abraza a desconocidos, tira al aire su cartera de piel desgastada, baila sobre la calzada e interrumpe el tráfico. Y grita a los cuatro vientos: “¡¡La guerra ha terminado!!”.

Cuando vuelve en sí, comprueba que los edificios están intactos, las calles acogen el mismo tráfico y las personas le esquivan con indiferente gesto. Las palabras de los periódicos, aladas, empiezan a revolotear a su alrededor: “La economía española prolonga la mejora gradual observada desde principios de año”… “las tensiones financieras se alivian y vuelve la confianza a los mercados”… “por fin el crecimiento negativo del PIB se relaja y apunta cifras positivas”… “la deuda pública supera el billón de euros aunque la prima de riesgo roza mínimos históricos”…”el BCE felicita al gobierno español por las excelentes medidas adoptadas aunque aún ha de mejorar los ratios de productividad”…

La cabeza le va a estallar.

“¿Dónde está el despropósito? Si todo va tan bien, ¡que me vuelvan a contratar!” Se revuelve contra los fantasmas que le persiguen. Ecos de prosperidad que nunca le alcanzan. “¿Dónde está el empleo que se crea?, eh?, ¿dónde las ayudas a las familias, a los que pagamos impuestos cada vez más altos?, ¿en dónde reciben a los especialistas en caminar sobre la cuerda floja, a los funambulistas que cumplimos fielmente con lo pactado socialmente para la prosperidad de todos?”…

Esteban abre los brazos con gesto imperativo y, ante su rostro, uno de aquellos fantasmas le guiña, le señala con una letra capitular y le susurra: “No seas pretencioso. No escarbes en las medias verdades porque encontrarás falsedades adornadas de discursos grandilocuentes y mensajes positivos para calmar tu ira. Y será peor, porque el lenguaje es volátil y certero, puede cautivar tu mente como un alucinógeno sanador para maquillar tu situación entre millones de desempleados. Mira a tu alrededor, ¿quién se preocupa de la devaluación salarial?, ¿de la desigualdad?, ¿de la pobreza?, ¿de los desahucios?, ¿del bienestar expropiado?, ¿de la desesperanza?, ¿del expolio de la economía doméstica?.. dime ¡¿quién?!”.

Esteban se zafa de sus garras grandilocuentes con un claro y sostenido “Yo. Yo lo hago! Porque quiero que se corrija este desequilibrio estructural, se desenmarañen las telarañas burocráticas que nos atenazan, se recupere la economía productiva y el desarrollo industrial, se invierta en formación y en potenciar el talento, se erradique el empleo precario y se genere demanda interna.. Porque quiero que cada día las horas no se agolpen como dagas en mi garganta”.

La voz de Domingo, el propietario del quiosco, le devuelve a la fiel realidad: “Anda, Esteban, veta a casa; tu mujer te estará esperando. Llévate el periódico, ya me lo pagarás otro día”.

Esteban emprende el camino de vuelta. “¡Feliz Navidad!”, le grita Domingo cuando lleva andados unos pasos. Él le devuelve un gesto amable mientras exhala en silencio “Una mentira contada un millón de veces termina siendo una gran mentira”.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

 

2 Comentarios

    1. Muchas gracias Claudio.
      La verdad es que, a pesar de lo que nos quieran hacer creer, la situación exonómica de muchas personas no ha mejorado ni el nivel de ocupación ha crecido. Todo lo contrario.
      Un abrazo.
      José Manuel.

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