La inteligencia de las emociones

En el pensamiento cartesiano se diferencian dos categorías de comportamiento: simple y complejo. En el primero se produce una respuesta mecánica, motora o visceral, a partir de un estímulo sensorial, también denominada “reflejo”. Frente a esta concepción determinista, en el segundo la relación entre la sensación percibida y la conducta de respuesta está mediada por procesos estocásticos, difíciles de explicar por caóticos y poco predecibles. A estos Descartes les llamó “alma” y los científicos actuales “cognición”.

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En el último siglo los avances en la evolución de los paradigmas científicos, desde la concepción cartesiana hasta las nuevas tesis de la neurociencia cognitiva, se han producido a tropezones, que diría T. Kuhn. La acumulación de datos e información procedente de los estudios realizados con las nuevas técnicas de medición neurofisiológica, está empezando a cuestionar los marcos teóricos tradicionales y a definir nuevos enfoques conceptuales con los que explicar la complicada conducta humana.

Uno de los ejemplos más ilustrativos es la controvertida discusión acerca de la existencia del libre albedrío en la toma de decisiones. Por una parte, B. Libet defendió la hipótesis del determinismo neuronal tras realizar, en los años ochenta, una serie de experimentos en los que analizó la actividad cerebral de una serie de sujetos mientras tomaban decisiones que implicaban a su sistema motor. En aquel estudio descubrió que milisegundos antes de que los participantes fueran conscientes de la decisión de mover una extremidad, en sus cerebros ya se había disparado el potencial de acción responsable de realizar aquel movimiento. Pareciera que el cerebro ya había decidido qué hacer previamente a que el sujeto supiera qué acción realizar. El libre albedrío podía ser cuestionado.

En cambio, en similares experimentos realizados recientemente por J.D. Haynes y su equipo, usando técnicas de medición más depuradas, han demostrado que los sujetos pueden cambiar en el último instante de decisión a pesar de que se hubiera registrado anteriormente en el cerebro un potencial de acción preparatorio para realizar un movimiento concreto. Es decir, el participante era capaz de inhibir ese movimiento de forma consciente. Se podría decir entonces que las decisiones volitivas humanas son en esencia menos limitadas de lo que se pensaba, en palabras de Haynes. El libre albedrío volvía a ser rehabilitado.

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Este ejemplo ilustra cómo los avances científicos van iluminando nuevas teorías y apagando paradigmas dados por ciertos durante un tiempo. De igual manera sucede con la microeconomía tradicional cuando, siguiendo modelos teórico-matemáticos, trata de explicar la toma de decisiones de consumo poniendo en relación la renta disponible de las personas con sus gustos (preferencias, tendencias, motivaciones, etc.) para construir curvas de demanda para diferentes productos o servicios, en las que poder determinar el punto de equilibrio entre la restricción presupuestaria y la tasa subjetiva por la que un consumidor está dispuesto a renunciar al consumo de un bien concreto y/o sustituirlo por otro.

Durante mucho tiempo, la microeconomía ha postulado sobre los procesos por los que las personas optimizan su consumo sin que fueran debatidos sus modelos epistémicos. Simplificando y haciendo una comparación cartesiana, la conducta de consumo era reducida a una respuesta simple, como los reflejos, parametrizable mediante ecuaciones matemáticas. O sistematizable sin tener en cuenta la ejecución del libre albedrío por parte de los individuos.

En cambio, la economía del comportamiento se ha apoyado en la neurociencia para tratar de entender el funcionamiento del complejo sistema que relaciona las áreas corticales con las límbicas cuando adoptamos una decisión. El viejo enfrentamiento entre razón y emoción se desmorona ante el descubrimiento de los procesos de intercambio de información entre los sistemas cognitivos y afectivos, en un viaje de ida y vuelta recurrente cuya resultante es la toma de decisiones.

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Tanto D. Kahneman y su tesis sobre los sistemas lento (racional) y rápido (emocional), como P. Glimcher y su propuesta de los sistemas de valoración y decisión, llegan por diferentes caminos a la conclusión de que no son sistemas estancos sino circuitos en permanente retroalimentación, de los que surge también el aprendizaje y la memorización, y en los que juega un papel crucial el de recompensa (y el correspondiente gap entre satisfacción esperada y la alcanzada).

Como vemos, la simplificación de la microeconomía de las funciones de utilidad versus capacidad de gasto para predecir el consumo, está siendo completada con la aportación de la neurociencia acerca de cómo se determinan los valores subjetivos de cada individuo y cómo influye en ellos el intercambio de información para valorar acciones (sistema límbico) y bienes (corteza prefrontal). Es decir, cómo interactúan las emociones y la razón en un modelo que siempre es sumatorio, no lineal, y en el que las primeras tienen un alto grado de prevalencia sobre la segunda a la hora de armonizar nuestra conducta.

Recogiendo el concepto de D. Goleman sobre la “Inteligencia Emocional” que guía nuestro comportamiento y forma de pensar, quizá sea el momento, a la luz de las aportaciones de la neuroeconomía, de empezar a hablar sobre la “Inteligencia de las emociones”, ya que éstas no sólo modulan nuestro comportamiento sino que, además, son responsables de fijar experiencias y acelerar el aprendizaje.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

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