En el colegio, los niños con hermanos mayores nombran las palabras y los números venideros con un saber heredado que les otorga cierto prestigio tan útil como peligroso. Yo fui un niño que creció tutelado por una muchedumbre de hermanos mayores. Empecé a pintar a imitación de mis hermanos, leí a Sartre y a Borges en la pequeña biblioteca ambulante de mi cuñado, y escuché a Violeta Parra en el “cassete” de mi hermana. Supe de la primavera de Praga y del mayo francés por las fotos de “Triunfo”, y leí los primeros versos en «Tragaluz» y «Poesía 70». Se me dio por añadidura más de la mitad de lo que conozco. En el colegio me enseñaron a respetar al prójimo y a escribir al dictado las palabras de Rabindranath Tagore. Por el empeño de Miguel Ruiz del Castillo, mi profesor de dibujo, fui un niño pintor. Frecuenté las exposiciones y conocí a mis hermanos de la calle: Lola Boloix, Carlos Cano, Pepe Heredia, Emilio de Santiago, Juan de Loxa, Carmelo y Claudio Sánchez Muros. De Claudio escuché por vez primera la palabra diseño, y supe que la pintura es mitad materia y mitad pensamiento. Adopté como hermanos a José Carlos Rosales y Justo Navarro, que me abrieron la casa secreta en donde vivían las mejores cabezas de la izquierda divina: Mariano Maresca, Juan Carlos Rodríguez, Mateo Revilla, Javier Egea… De todo este caldo, nació un adolescente airado y rebelde, marcado por la impronta cristiana de los elegidos para el “sacrificio” de cambiar el mundo de base.
Nadando en la gran ola de fondo que arrastraba de forma irreversible el periclitado tiempo del franquismo, pensé que la historia y la razón estaban de nuestra parte. Acostumbrado a seguir el ejemplo de los mayores, asumí la consigna del arte al servicio del pueblo, y sin conciencia de plagio, seguí la bandera del realismo social y mi arte se hizo militante. Pinté la “épica” lucha de obreros y estudiantes, y colgué los cuadros en la Librería de Juan Manuel Azpitarte bajo el título de “Obra fechada”. En el catálogo de la exposición, parafraseando a Cortazar, escribí: “Esto lo estoy pintando mañana”. Pero mañana la obediencia a la consigna se esfumó con el glamour de la clandestinidad aventurera, y perdí el interés por la militancia en la misma medida que se ganaban libertades y el “Partido” imponía su nueva lógica. De las células, se pasó a las agrupaciones y de los gremios a los barrios. Me desentendí del pasado inmediato y busqué nuevos modelos lanzándome hacia la otra orilla como el que huye de un incendio.
Siguiendo los sucesivos estados de ánimo del país fui consumiendo modelos, y del explosivo furor colorista de los primeros 80, pasé al sombrío pesimismo del desencanto de mediada la década. En 1987 conocí en Nueva York la pintura densa y monumental de Anselm Kiefer, y su impacto marcó para mí el final del tiempo de formación. Ya no cabían más tentativas, aquel hombre había pintado los cuadros que yo hubiera querido pintar. Después de dos años en blanco volví con un lenguaje propio desligado de la tutela directa de los mayores, y aquella ola de fondo que me arrastraba desde el parvulario llegaba por fin a la orilla, despertando a la barca que, como en Machado, esperaba paciente la marea.