Hace mucho tiempo, incluso antes de la guerra, amanecía el día de San Pedro con las orillas del Darro llenas de curiosos que miraban con picardía las curvas que se insinuaban a través de los vestidos mojados de las «pasaderas» que se caían al agua intentando cruzar el río. Las del Rey Chico eran las más atrevidas, y levantaban descaradas sus faldas por encima de las rodillas, para no mojarse. La víspera, el Paseo de los Tristes se iluminaba con bombos venecianos que alimentaban su luz con candilejas de aceite, y se animaba con puestos de refrescos de limón y sangría, rosquillas de canela y garbanzos tostados. Mientras, como cada mañana, José Trapero, remendaba zapatos en una cochera junto al puente de las Chirimías mientras su esposa, furibunda republicana, menuda y parlanchina, despachaba unas verduras al dueño de la taberna vecina, que además de vino, en su bar vendía por tres reales los conejos que criaba en las madrigueras del extenso huerto de la casa. «Una mañana excelente» dijo el señor Bonilla a las puertas de su casa de la calle Candil. El magistrado jubilado, era un ejemplo de elegancia y pulcritud. De bigotes y perilla blancos, se había hecho famoso en el barrio por su extravagante afición a coleccionar bastones. Le contesta con un gesto don José Millán, mientras se dirigía a su próspera fábrica de sombreros. En el camino se cruza con»Mariquita Gómez», la abuela que vivía en la casita moruna de la calle Gumiel, muy popular por las curas que realizaba a base de ungüentos vegetales y la protección de Santa Rita. Y así transcurrían los días en el encantador barrio de San Pedro que, un junio más, se convertía en el centro de la ciudad durante sus animadas fiestas.

Celebración de las fiestas de San Pedro y San Pablo en el Paseo de los Tristes. 29/06/1948 Torres Molina/Archivo de IDEAL
Celebración de las fiestas de San Pedro y San Pablo en el Paseo de los Tristes. 29/06/1948 Torres Molina/Archivo de IDEAL

En el lado opuesto del río, en la bifurcación de la Cuesta del Rey Chico y la fuente del Avellano, había un paseo con una hermosa arboleda y asientos de piedra. Al fondo, una casita que pertenecía a un pequeño carmen que tenía un aljibe con agua de nacimiento, que nunca se agotaba y del que se surtía el vecindario. En la cuesta del Avellano, el carmen de los Chapiteles, vivienda que fundó uno de los capitanes de las tropas de la Alhambra, y la entrada de la cuesta del Chapiz, en el solar del derruido convento de San Francisco de Paula, estaba la huerta del Azafrán por lo mucho que se sembraba en ella dicha planta.  Su dueño era el cirujano José Enrique Pérez Andrés,  un médico muy popular, que había encargado los cuidados de la huerta a Miguel Plaza, padre de un muchacho llamado Ramón. Ramón quería ser cura y don Enrique le costeó la carrera. Quería que se convirtiera en un orador de categoría, pero el chico siempre dijo que no tenía condiciones. Tanto insistió su padrino, que se decidió a hacer un ensayo en la iglesia de San Pedro. Allí acudió don Enrique con su señora y ocuparon los sillones frente al púlpito. Y subió el joven Ramón, vestido de roquete y nervioso como un flan. Comenzó con la cita latina y las frases del ritual: «Hermanos míos». Después de una larga pausa, el doctor, convencido de la inutilidad de su pupilo,  se levantó de su asiento y le dijo enérgicamente:»¡Ramoncito, bájate!»

[*] Este texto está extraído del artículo de Eduardo Hernández Gómez publicado en IDEAL el 29 de junio de 1948

 

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