No hace tanto tiempo para entrar a ver una película de mayores de 18 años había cuanto menos que aparentarlos. Cuántas veces hubo que mostrar el DNI al portero. Ya sé que no corren aquellos tiempos, ya está pasado el cerciorarse de edades para entrar en cines, cosas del pasado. Por eso, usted puede encontrarse en una sala de cine a quince o veinte alevines y cadetes, con edades entre nueve y trece o catorce años, asistiendo a un pase de una película de terror, monja incluida, recomendada a partir de los dieciséis. No pasa nada, está bien, dicen. La madre se acerca a la taquilla, compra las entradas y las entrega a los niños, quienes entran solos en la sala como si de un patio de colegio se tratase. Los padres mientras toman sus cosas en los locales próximos. La sala se convierte en un griterío de espantos y carcajadas, y los demás espectadores soportan estoicamente hasta que alguien se levanta y acude a los responsables de los cines, quienes van a la sala y silencian a la niñería. Al acabar el pase, los padres amorosos recogen a sus vástagos en la salida. Todos felices. Sí, antes se respetaba la edad, había acomodadores y quien proyectaba la cinta a la par que controlaba toda la sala. Pero los tiempos cambian, y ya no hace falta más que un vendedor de entradas, un portero y un ordenador que se encarga de la proyección. Con dos personas y un equipo informático se apañan seis salas. Eso sí, la entrada es casi de 1.300 pesetas.
Pero vayamos a la otra parte, la del colegio de esos niños, de esos cuyos padres los han colocado en una película de terror mientras ellos se quedaban fuera en sus asuntos. En ese colegio la maestra o el maestro ha de cuidar muy mucho todo lo que lleve consigo la relación con el alumnado, desde la palabra hasta los gestos o miradas, porque a poco que se descuide puede ser denunciado por los padres por malos tratos, por daño psicológico, por acoso. Ni se le ocurra al docente reñir a la criaturilla, que perjudica gravemente a su desarrollo. Hemos pasado de un estricto cumplimiento de edades y bofetadas, de tirones de orejas e insultos grotescos a la otra cara de la moneda, en la que los niños pueden ser introducidos por los padres, seguramente a petición propia, en películas que ni con mucho se aproximan a sus entendederas ni capacidades, pero a quienes luego, en el ámbito educativo, no se les puede reñir por nada, por los daños psicológicos que se les pueden producir. Ya sé que esto parece una posición trasnochada, pero piense usted en los extremos y lo que conllevan, a ver si no hemos basculado excesivamente. El tiempo todo lo pondrá en su sitio, cines, padres e hijos, porque seguramente esas criaturillas también tengan acceso en su casa a cualquier contenido llegado a través de televisión, ordenador o de vaya usted a saber.