Leo con cierta curiosidad que el Vaticano, a través del Consejo Pontificio de la Cultura, está muy interesado en determinar si la cirugía estética es «un burka de carne» según opinan miembros del dicasterio y asesores en la materia. Parece exagerada la comparación; mientras que la vestimenta hijab oculta a la mujer, la cirugía reparadora, con suerte, disfraza a la persona y en el peor de los casos la caricaturiza como a la recientemente fallecida duquesa de Alba, cuya práctica de retoque sigue su hija Eugenia, pese a su juventud. Por cierto que en algunas ciudades españolas los propios ciudadanos están impidiendo el uso del burka en lugares públicos por razones de seguridad ante el alarmante ascenso de acciones terroristas islámicas sin que en nuestro país exista, por el momento, legislación sobre el uso de esta oscurantista prenda.
Es cierto que chicas y chicos jóvenes y maduritos han caído en la red de conservar un rostro y un cuerpo «10» para alistarse grupalmente en el casting de los más atractivos y bellos operados. Con la crisis económica han descendido las visitas al médico pero tengo constancia de padres, novios y amantes que han colgado en el árbol de la pasada Navidad cheques nominativos para que sus seres queridos alcancen el sueño de ponerse en manos del cirujano plástico y, a gusto del consumidor, renovar rostro, senos o glúteos.
Hay quienes presumen de mantener su cara sin arrugas sin necesidad de aplicarse botox. Una extraña señora inglesa, Tess Christian, va diciendo por ahí que lleva cuarenta años sin sonreír para no tener arrugas. Qué tristeza de mujer. Hasta dónde puede llegar la obsesión de la eterna juventud limitando y controlando las expresiones faciales.
Eso lo hacía admirablemente «Don Tancredo» en 1900 que era un personaje entre el mimo y la tauromaquia burlesca que solía situarse sobre un pedestal en el centro del ruedo, sin mover un músculo de la cara, a la espera de que saliera por la puerta de toriles el novillo al que luego toreaba y estoqueaba. La mujer de «Don Tancredo» emuló a su marido sin demasiado éxito. Se hizo llamar «Doña Tancreda».
La dama del famoseo artificial, Carmen Lomana, la protectora del profesor y empresario confidencial investigado por el fisco, Monedero, la que alimenta su ego político surrealista con roscones de reyes a pesar de su condición de presunto marxista, la que patea con tacones de aguja y diseños fetiche las manifas de Podemos, desde Cibeles a Sol, pidiendo cambio de régimen me recuerda a «Doña Tancreda», con el agravante de que por mucho que quisiera no puede mover un músculo de la cara después de tantas operaciones y porque la llevan a las plazas televisivas, la sitúan en el pedestal de las musas propicias, torea de salón los nuevos mandamientos revolucionarios, no domina un congruente capote de la palabra y siempre pincha en hueso.