Me encontré bajo los tilos de la plaza de Bib-Rambla a Melchor Saiz Pardo que era paseado por su perro. Y digo bien porque son los perros quienes, una vez en la calle, imponen su recorrido y olfatean el camino a seguir obligando a sus cuidadores a secundarles salvo en las paradas mingitorias. La verdad es que me dio mucha alegría ver, personalmente, a Melchor a quien tengo la suerte de leer a diario, en éste su periódico, porque cultivamos una noble y leal amistad desde la cándida juventud en la que disfrutábamos ambos del teatro cuando Granada era un extraordinario referente en el arte de Talía con directores, dramaturgos, actores y figurinistas e incluso tramoyistas de excelente nivel.
Tras los saludos de rigor hablamos de algo que también nos une con frecuencia, invernalmente, y es la facilidad con la que hacemos muy nuestros los más variados y detestables virus que pululan en el ambiente y nos atacan, con saña, en las vías respiratorias hasta llevarnos al lecho del dolor durante alguna temporada.
La charla, que transcurrió en su primera parte sobre expertos neumólogos y fármacos de última generación, se adentró, sin demasiado apasionamiento, en política y claro analizamos el panorama llegando a la única y razonable solución de futuro, que no voy a desvelar para no influenciarle, amable lector, por si pertenece al batallón de los que no tienen decidido su voto. Uno pretende ser ético y deontológico en los espacios abiertos. Quien sea preso de la duda puede ir a Salamanca o a la consulta privada.
Aunque el perro se mostraba algo inquieto y enfilaba su hocico hacia la calle Zacatín, -las costumbres se hacen leyes porque Melchor es parroquiano de la librería Dauro donde suele consultar, casi a diario, las novedades editoriales- terminamos nuestro parlamento callejero con el vitalista, inteligente y magnífico artículo, publicado en IDEAL por el anciano magistrado Francisco Morales que luce con garbo literario sus 86 años. Su señoría, desde el libre pensamiento de júbilo, tras referirse a Catón, Cicerón, Escipión, Platón o Pitágoras nos traía a la memoria, en su atinada reflexión filológica, el refrán de que «el anciano es quien tiene mucha edad y viejo es quien perdió la jovialidad» y proponía a la autoridad competente, con cierta ironía, que no desechara la idea de crear un Consejo de Ancianos.
La realidad es que hoy, en España, los ancianos han quedado, por lo general, más que para dar consejos para cuidar de los nietos. Su colega el juez José Castro, 70 años, ha pedido prórroga porque quiere concluir la instrucción del caso Palma Arena y el CGPJ ha considerado improcedente su petición. De manera irremediable pasará de anciano a viejo a no ser que corra la suerte de su también colega Manuela Carmena, que de vieja aspira, como candidata de Podemos, a ser la próxima anciana alcaldesa de Madrid. Los Consejos, institucionalizados, suelen tener un mal funcionamiento, independientemente de la edad de sus componentes. Lo que funciona, ilustre magistrado Morales, es la persona y su cotidiano ejemplo como es su caso y el de otros muchos ancianos que usted y yo conocemos. Mire este año, en enero, fallecía a los 92 años de edad el que ha sido el alcalde más anciano y veterano de España, Licinio Prieto, que había dejado la alcaldía el pasado mes de mayo, tras medio siglo como regidor de su pueblo, Cuevas del Valle.
Prieto ha pasado de la ancianidad a mejor vida sin detenerse en la vejez.