H ay una compañera de la gremial que le produce grima que escriba sobre historias de difuntos, como si la muerte no fuese algo tan real como la vida. Debe pasarlo peor con mi colega y sin embargo amigo Tito Ortíz, que cada semana nos envía desde el ‘más allá’ espléndidas columnas donde hace gala de sus ingeniosos recursos periodísticos, pero sobre todo, de su ‘vieja’ memoria, que conserva, pese a su evidente juventud.
Pero es que al estar cercana la festividad de Difuntos, de forma periódica, es inevitable no sólo recordar a nuestros ancestros y amigos que se marcharon de este mundo sino de unas fechas marcadas por las tradiciones y costumbres populares.
Aunque la ridícula moda importada de Halloween está calando, fundamentalmente, entre los más jóvenes, aún perduran las evocaciones religiosas, teatrales o gastronómicas de la otoñal efeméride. Los burladores sevillanos, los donjuanes, los crisantemos, la obligada visita a los cementerios, los huesos de santo y los clásicos reportajes de los medios de comunicación que nos enseñan los camposantos más monumentales, los entierros más caros o más baratos y las últimas voluntades de los más excéntricos occisos.
Ésta semana, el Vaticano nos ha pedido a los católicos que seamos respetuosos con nuestros difuntos. Desde hace tiempo, la alternativa de la cremación está ganando adeptos. El Papa Francisco validó el documento, ‘Instrucción Ad resurgendum cum Christo’, donde se expone, de manera escrupulosa, cómo realizar las honras fúnebres y el entierro de los muertos.
La Iglesia no está en desacuerdo con las cremaciones de los difuntos, aunque se inclina por el tradicional enterramiento. En este aspecto los cementerios, por lo conocido, están sin posibilidades de ampliarse por razones de espacio. Hay menos tierra para los finados. Quizá sea una de las razones por la que los familiares opten por la incineración que te permite depositar las cenizas en un columbario o llevártelas a casa. De lo primero soy más partidario, pero de lo segundo tengo mis reparos. No me seduce arrojar las cenizas del abuelo al río, con el pretexto, de que era un excelente pescador de cangrejos a mano o las de la abuela al mar, porque era una insaciable degustadora de almejas. Y lo de llevarse a casa al difunto
en un bote como el Cola-Cao, tiene el peligro de la fecha de caducidad, caducada, en el tiempo generacional y entonces aquel polvo, de amor y veneración, se convierte en el polvo de la ignorancia ‘estorbante’.
Recientemente se han subastado, en la casa de apuestas Julien’s Actions, las cenizas de Truman Capote por cerca de cuarenta mil euros, restos del periodista y novelista, que terminaron en casa de unos amigos y como la ‘falsa monea’ fueron de mano en mano, a peor. Ahora, de ceniza presente, lo que queda del escritor reposa en casa de un fetichista caprichoso. Que falta de respeto, ‘in memoriam’…
La nueva norma vaticanista –se dice en el documento– debe abrir las iglesias para los profesos en la fe que deseen ser enterrados en los templos, que es un lugar sagrado donde, con huesos o en polvo, existe mayor seguridad de una merecida perpetuidad de descanso en paz.
Aunque nunca se sabe. Las tropas napoleónicas, además del expolio que llevaron a cabo en el monasterio de San Jerónimo de Granada profanaron la tumba del Gran Capitán. Una venganza ‘post mortem’ que, al parecer, provocó el traslado –desconocido por ahora– de los restos del ilustre militar montillano, Gonzalo Fernández de Córdoba.