Mientras a diario cierran en España locales de cine de invierno y de verano, en Madrid se ha inaugurado, en Chamartín, sobre un espacio de 25.000 metros cuadrados, el autocine más grande de nuestro país, cuestión que no deja de ser una contradicción.
En Granada centro la única sala de proyecciones, por ahora, es la del cine Madrigal en la Carrera de la Virgen, seguida de las salas de Neptuno y el resto, con múltiples proyecciones se sitúan en la diáspora al abrigo de diferentes centros comerciales, exponentes consumistas de todo en uno, que debilitan el atractivo comercio capitalino.
Han cambiado los hábitos y costumbres de los aficionados al ‘séptimo arte’, al margen de las películas de culto que ahora programan, entre otras instituciones públicas, el Cine Club Universitario que, como novedad, proyecta las selecciones fílmicas en el Aula Magna de la antigua facultad de Medicina, siendo una de las pocas utilidades que ofrece el histórico edificio, actualmente.
El Aula Magna tradicionalmente acogía diversas actividades culturales y académicas. El recordado TEU granadino, por ejemplo, estrenaba su exigente repertorio teatral, de pequeño formato, y se enriquecía con la Universidad. Lamento como actor y asiduo espectador de tan recoleto espacio que pueda terminar –si algún Spiriman no lo remedia– derruido como las piedras de Palmira.
Hace años, siendo yo jovenzuelo, teníamos entre otros la sala del Príncipe –llamado popularmente ‘cine Canuto’– en el que se proyectaron posteriormente bastantes películas de arte y ensayo sin llegar a la ‘mantequilla’ –Gran Vía, Granada, Olimpia, Aliatar, Regio, Capitol, Goya, Astoria– que antes de cerrar se convirtió en sala X, y en verano el Alameda, en Ronda –donde vibré con ‘Fu Manchú ataca’–, Las Flores, El Triunfo o Los Vergeles, en el Zaidín, extinto, el pasado verano. Granada también gozó hace algunos años de un autocine en Alhendín, que fue un acontecimiento para disfrute y desahogo de los amantes del cinematógrafo. Pero no sé por qué al cabo de un tiempo lo cerraron y se ha convertido en un terreno, al parecer más productivo, como lugar de descanso y alquiler de auto caravanas.
El autocine era fundamentalmente, y supongo que seguirá siendo, un divertimento para parejas iniciáticas que en la intimidad de un hermético coche vivían, entre salchicha y hamburguesa, de forma apasionada la película al margen de que el argumento fuera de acción, amor o terror.
Lo que parece evidente, por razones de posicionamiento físico es que el autocine es una magnífica oferta de solazamiento para conductor acompañante y, en casos triangulares, algún artista invitado/a teniendo en cuenta que uno de los beneficios que ofrece el autocine es que ni te observan los radares, ni la Benemérita. La multa no es la espada de Damocles que nos persigue a los conductores cada vez que nos ponemos al volante y circulamos por carretera. No hay sanción. Y eso te da una gran tranquilidad. El coche es un subterfugio, es decir, el cine se convierte en un pretexto para estacionar, no contaminar y no estar atento a los límites de velocidad, al helicóptero de la DGT, ni a la línea continua, ni a los adelantamientos. Solo hay que meter una marcha o actuar con el freno de mano y mirar a la pantalla si es necesario.
Con el buen tiempo, el autocine de Madrid va a colocar, en las primeras filas, unas trescientas cincuenta butacas para aquellos espectadores cinéfilos que les falla la visión o el pistón, pero el resto en sus coches disfrutando de la ‘chispa de la vida’ y de las palomitas arrumacadas. Aute cantaba que «todo en la vida es cine, y los sueños, cine son». «El cine –como escribió Antonio Machado–, ese invento del demonio».