Muchos recordarán la popular frase de ‘no tengo cuerpo para nada’. Y es que verdaderamente hay que tener cuerpo, predisposición, deseo de hacer algo. Hay mañanas que te pide el cuerpo tomarte un chocolate con churros y otras que sólo deseas agua con limón y permitirle al organismo, aunque las costumbres se hagan leyes, una limpieza y depuración.
Un año más he visto con admiración a los romeros rocieros, de distintas edades, soportando los secos caminos y el sol de justicia hasta reencontrarse con la Reina de las Marismas y para eso –independientemente de la tradición popular, las promesas y devociones– hay que tener cuerpo tanto para la ida como para la vuelta. Al margen del folclorismo, no cabe duda de que se trata de un acto penitencial de primer orden. Y mérito no les falta a las mujeres y hombres que llevan a cabo el rito que se celebra el fin de semana del Lunes de Pentecostés.
Y ahora el Corpus, que cuando la flor de los tilos de Bibrrambla se abre ya huele a Corpus. Pero claro, hay que tener cuerpo de Corpus. Yo he vivido muy cerca, y desde niño, está celebración instituida en honor al Santísimo –como es sabido– por los Reyes Católicos, tras la entrega de Granada. Son las fiestas mayores de la ciudad y, como ocurre con todo, se han celebrado con mayor o menor brillantez según las circunstancias pero, sobre manera, por la influencia del dinero y la imaginación disponibles en el consistorio capitalino.
Es conocido que durante muchos años la feria y fiestas tenían unos escenarios muy céntricos, al margen de la plaza de toros donde se llevaban a cabo las corridas de toros, que solían concluir el Día de la Octava, con el espectáculo bufo-cómico-taurino –constituido por un grupo de enanos y becerros astados– de ‘El Bombero Torero’. Espectáculo impensable en la actualidad. Luego los pequeños se divertían en plaza de Bibrrambla con los cristobicas (‘chacolines’) y los mayores con las clásicas carocas, exponente ‘literario-pictórico’de la malafollá granadina, este año ‘crescendo’ en sus múltiples aspectos. Si después queríamos pasear por el ‘tontódromo’ o la ‘acera de las viudas’, llegábamos a la plaza de Bibataubín, que de antiguo tenía lugar la feria de compra venta de ganado. Justo en frente estaban ‘Los Espumosos’. Pequeño local donde, en vasos largos acampanados, ofrecían agua gaseada fría con jarabes no alcohólicos que solían provocar más sed. Bajando la Carrera de la Virgen llegábamos a la antigua plaza del Matadero. A la derecha, en el Paseo del Violón, se concentraban los columpios y la caseta que montaban los empleados de Renfe, (cuando teníamos trenes). Y a pocos metros, cruzando la calle, ‘El Tenis’, lugar ‘pijoriano’ con reservado derecho de admisión por supuesto.
La feria del centro tiene sus protagonistas y sus hacedores en una época donde la vida ciudadana era bastante distinta de la de ahora. Y esa feria se llevó a cabo en el Paseo del Salón con caseteros que emprendieron un camino nuevo, diferente, entrañable y grato pero… sin recorrido de futuro. El recinto de Almajáyar, inconcluso, es un enigma anual, pese a que aumente o disminuya el número de casetas, porque a los granadinos les gusta el epicentro de Puerta Real, que es como el kilómetro cero de lo que podemos pero no queremos. Hace años los caseteros pedían a las autoridades municipales impulsar el mediodía en el ferial. Y se impulsó. Este año de gloria socialista, gracias a la tolerancia del alcalde, habrá feria del centro restrictiva. Pero, en qué quedamos, ¿promovemos el ferial o dejamos a mediodía las casetas vacías? El centro y la periferia siempre tienen su público. Es ese personal que no tiene cuerpo de Corpus y se refugia en sus bares, en sus restaurantes de siempre, y luego se va a la cama, a los toros… y por la noche, si se le pone cuerpo de Corpus, se va a la caseta amiga, a empolvarse los zapatos de albero y quedarse extasiado mirando la portada del recinto ferial que lleva siete años recordándonos a los granadinos que tenemos una catedral. Sin terminar.