Miccionar al aire libre

Antes, los ‘chaveas’, cuando jugábamos al ordenador de nuestra imaginación en pleno asfalto, hacíamos concursos de alejamiento de orina en plazas y calles, entretenimiento divertido donde se medía la intensidad y longitud del chorrillo. No era ni higiénica ni decorosa la experiencia pero aprendíamos a ser humildes, realistas, consecuentes o líderes según la demostración individual de capacidad, sin llegar a la compleja situación de minimizar o elevar la autoestima de cada chavalote. Era un juego, tolerado socialmente, pero prohibido por las ordenanzas municipales. De ahí que, en más de una ocasión se produjese la evacuación interrupta ante la aparición de un guardia de la porra, que más que sacudir, trataba de amedrentar a la chiquillería.

Existían, subterráneamente, en la plaza de Bib-Rambla unos viejos urinarios que el ayuntamiento capitalino ponía a disposición de viandantes o forasteros, con necesidades perentorias de hacer aguas menores o defecar. Con el tiempo los urinarios públicos fueron adquiriendo una pátina de sucia boñiga que, con el advenimiento de la democracia, el bueno de Juan Tapia, concejal socialista y alcalde durante cinco minutos en 1979, logró clausurar y colocar varios habitáculos más modernos e higiénicos de uso individual para excrementar cómodamente.

Hoy, sin ser un juego, se sigue orinando en la vía pública o en los portales de viviendas al libre albedrío como consecuencia de la antiestética y absurda moda del denominado botellón. Ellas y ellos, en gran número, no sienten el menor rubor en bajarse las bragas o sacarse la minga para llevar a cabo la evacuación. Pero esto forma parte de los usos y costumbres de la mala educación y la falta de conciencia cívica que parece difícil frenar.

En el centro histórico de París, entre las dos orillas del río Sena se han colocado urinarios públicos y ecológicos ‘uritrottoir’ pero a la vista del viandante al no ser cubiertos. La idea es un recurso incompleto que ha provocado las mayores críticas de los vecinos de la zona. Pese a existir en la capital 425 sanitarios públicos mixtos, al parecer, el parisino gusta de aliviar su vejiga contra árboles y muros a ser posible de carácter histórico. Una manía como otra cualquiera.

Los polémicos meódromos, evidentemente machistas –parece que la mujer no tiene también sus necesidades– son urinarios que funcionan sin agua. En su base contienen una mezcla de serrín que absorbe la orina y que más tarde se convierte en abono orgánico. Inventos modernistas.

Comprendo que debe ser reconfortante miccionar al aire libre frente a las plácidas aguas del Sena, observando las barcazas turísticas y los pintores dibujando el paisaje de la isla de San Luis.

Imaginemos, por un momento, que al alcalde de Granada, tuviese la ocurrencia de instalar ‘uritrottoirs’ en el mirador de San Nicolás para disfrutar de la más bella puesta de sol del mundo y de la Alhambra iluminada. ¿Qué hubiese ocurrido? ¿Cuál hubiera sido la reacción ciudadana? ¡Qué barbaridad! ¡Qué osadía! ¡Qué poca vergüenza! ¡Qué obscenidad! Jamás los granadinos podremos gozar, legalmente, de orinar mientras observamos un escenario inigualable. Y es que lo mismo que mearse en las cortinas tiene su apasionante, rencoroso y provocador regusto justiciero –que es lo que viene haciendo a diario la Generalidad de Cataluña y el señor Torra con España y la legalidad vigente– orinar a orillas del Sena, en un excusado descapotable, debe ser una delicia de primer orden. Por todo lo que les he contado, y por algo más, siempre nos quedará París