Gravitamos, luego existimos

Más sabe el diablo por viejo que por diablo y Felipe González, que está en edad de desahogos, le ha recomendado, con cariño, a Susana Díaz, que no tenga la tentación de cruzar Despeñaperros ni para dar un ‘recao’. En tiempos de tribulación no hacer mudanza. El «detente Abraham» –frase recurrente de un buen amigo– es un aviso de sabiduría que le lanza a la presidenta andaluza, instándole a seguir arando en esta tierra.

Aunque los ‘podemitas’ –que andan a la gresca entre ellos antes del reparto del pan y
los peces– califican ofensivamente a Felipe de dinosaurio de la política; lo cierto es que, pese a su cabello plateado, conserva una buena cabeza y un sentido del Estado que ya quisieran muchos poseer. Los otros días coincidimos, bajo un mismo paraguas gastronómico en Madrid y, ciertamente, se le ve en forma, pero no dispuesto a volver a la política activa. Bueno, declaró con ironía, a Canal Sur, que probablemente, con noventa años, en plena madurez, lo haga. Felipe sigue siendo un referente respetado dentro y fuera del partido socialista y cuando se expresa, públicamente, no lo hace de forma caprichosa.

Gravitar, lo que se dice gravitar, con buenas ondas y nómina, –‘nominae’, que viene
del latín– la de Trinidad Jiménez, la ex ministra de Exteriores fichada por Telefónica para ocupar un puesto ejecutivo. Al decir ejecutivo ojo, es que no la han contratado como operadora del 1004. Y quien se ha quedado congelada, en la más alta mar del consejo de administración de la Nueva Pescanova, ha sido la también ex ministra Elena Salgado, por la divina gracia del banco que controla la entidad. Esas puertas giratorias, que giran más que las ondas gravitatorias copernicanas sobre recios pilares.

Con relativa frecuencia se gravita, sin salir de casa. Es el caso de la ex alcaldesa de Valencia Rita Barberá, hoy senadora, que está dispuesta a sentar sus holgadas posaderas en la diputación permanente de la Cámara Alta, con permiso de la autoridad y si la justicia no lo impide.

Llevar, doña Rita, el ‘caloret’ del bochorno a la plaza de la Marina con la que está cayendo me parece, como mínimo, una desvergüenza. Yo creía que la alcaldesa Carmena iba a dimitir o iban a obligarle a bajar las escaleras del consistorio y macharse a su casa, sin escolta, después del creativo y edificante ‘espectáculo
titiritero’. Pero en España, los políticos de las diferentes ideologías no quieren
ejercer el verbo transitivo: dimitir. Porque, la incompetencia para la gestión, la ‘propiedad privada’, de los cargos públicos electos, la deslealtad y la falta de honestidad no se castigan y, en algunos casos, se premian.

Recuerdo el viejo chascarrillo del longevo alcalde de pueblo, cuyos vecinos murmuraban por plazuelas y tabernas que ya era hora de que dimitiera y se marchase. El alcalde fue informado del malestar de la población y una mañana convocó a los vecinos frente al ayuntamiento y les dijo: «Amigos, vecinos y vecinas:
¡O yo, o el caos! ¿Qué queréis?». Y la multitud, rabiosamente enfervorecida, gritó: «¡El
caos, el caos!». A lo que respondió el regidor: «Pues, joderos, que traeré el caos y yo seguiré de alcalde».