Acordándome de Alejandro Casona, en Madrid, los árboles no mueren de pie, sino matando. Es como si los históricos y recoletos espacios de frondosos árboles que oxigenan, protegen y cobijan a aves e insectos en su ramaje hubiesen sufrido alguna maldición de plaga bíblica, de un deseo inconcebible, para morir matando. Las reiteradas caídas de ramas y troncos parecen como una maligna acción deliberada, aunque lo más razonable es que se deba, según los expertos, a una mera coincidencia debido al medio ambiente, a la longeva y precaria salud de los vegetales o al hongo conocido como armilaria mellea. El árbol de Guernica se extingue a los 146 años. Pero muere sin matar. Ya es un logro.