UNA ALFOMBRA ROJA EN EL BULEVAR

21 de enero de 2009. Esta mañana lo primero que he hecho después de dejar a mi hija en el colegio, es ir a ver si habían podido arreglarle la cabeza de Audrey Hepburn. Lamentablemente no. A cambio, los mismos operarios de ayer me sorprendían hoy con el espectacular despliegue de una larga línea roja sobre el bulevar de la Carrera del Genil –que no Carrera de la Virgen como ahora se empeñan en decir quienes, movidos por la devoción ciega, no dudan en imaginar a la Patrona de Granada corriendo Carrera abajo.– Lo cierto es que el rojo cálido de la moqueta sobre el gris frío de la piedra otorgaba a la mañana de hoy el aspecto de un diseñado espacio de bienvenida a la nueva era regeneracionista que dicen se inauguró ayer en la capital del imperio.

Imagino, como en Novecento, el murmullo del agitado y heroico ascenso de los trabajadores procedentes de barrios y pueblos periféricos hollando el inmaculado rojo de la alfombra destinada a albergar los delicados pies de las estrellas. Pero no. Lo que asciende Carrera arriba es una variada representación de actores de reparto que de forma disciplinada se distribuye por oficinas y comercios para representar el papel de su vida. Entre estas gentes suelen ir jóvenes actrices cuyos pies bien pudieran hollar las ilusas alfombras del bulevar de mis sueños.

PERO LO NUESTRO ES PASAR

20 de enero, 9.25 horas. de 2009

Sobre las columnas del Teatro Isabel la Católica están colocando unos cartelones como los que antes anunciaban las películas a modo de tráiler del tráiler. Espero con curiosidad a que destapen la imagen, pero para mi dolor descubro que en lugar de pintura hay una impresión digital de la cabeza de Audrey Hepburn, que se estira hacia arriba como la de Marge Simpson a causa de la mala colocación de las piezas. Cruzo los dedos para que ajusten pronto el desajuste, y me voy pensando en aquellos  pintores que reproducían con destreza los fotogramas más significativos de cada película. Se trata de un oficio que ha prescrito, que se ha perdido. Y pienso en los oficios cercanos al mío que se han ido perdiendo con una celeridad de vértigo: el cajista de imprenta, el linotipista, el litógrafo, el montador de offset, el fotocomponedor, el pintor de carteleras de cine… ¿Será el de pintor el próximo en desaparecer?

Sigo mi camino hacia la imprenta con un pen drive en el bolsillo que contiene, entre otros, un archivo con el diseño de un catálogo de 464 páginas y más de 600 imágenes que hablan de la vida y obra de Antonio Machado. Recuerdo, como si de ayer tarde se tratara, el laberinto infernal de papeles, fotos, pegamentos y transferibles de letrasset en que consistía el trabajo de diseñador hasta hace pocos años. Todo pasa y todo queda.

Pero lo nuestro es pasar. El informático me dice que el arreglo de uno de mis ordenadores tardará, con suerte, no menos de quince días. Le digo que es una herramienta imprescindible y que los encargos tienen fecha de entrega. Me contesta que no está en sus manos adelantar la reparación porque las piezas vienen de no sé dónde y que sólo existe esa vía de distribución. Le cuento la historia de Bernardo, un hombre que reparaba aparatos de radio cerca de casa de mis padres, y que, de forma orgullosa y miope, aseguraba que los radiotransistores no tenían futuro. Que dónde se pusiera un aparato de lámparas nunca tendría cabida un transistor.

Hoy me han regalado un iPod shuffle y como es lógico me he acordado de Bernardo.