1 de febrero de 2009
Vuelvo a pensar en la fragilidad de las cosas, en especial de aquellas que imaginamos más sólidas e inmutables. Por ejemplo una casa. Nuestra casa es la guarida en la que nos sentimos seguros, y sin embargo se trata de un artefacto en proceso de deterioro desde el mismo instante de su construcción. Las casas se hacen viejas demasiado rápido. Crujen, se asientan, se descomponen y se declaran en ruina posiblemente antes de que liquidemos su hipoteca.
En una ocasión me dijo Roberto Matta que le preocupaba la durabilidad del hormigón, un material constructivo demasiado joven como para saber cual será su comportamiento cuando se haga verdaderamente viejo. Advertía, no sé si con razón o sin ella, de un posible colapso generalizado de las estructuras de todos los edificios, puentes, diques y pantanos que en el mundo moderno son. Qué miedo.
Otro objeto con su futuro bajo sospecha es el libro. Desde la implantación planetaria de la red de redes se viene anunciando que la vida del libro de papel está sentenciada, y sin embargo, todos los días se siguen editando cientos de miles.
Hace poco me decía, con acierto, un padre en la puerta del colegio de mi hija, que mientras no se invente el ordenador-pantalla-hoja, el libro de papel no corre peligro. Una pantalla como un folio que se pueda doblar y almacenar, que se pueda leer y guardar en el bolsillo. Fantástico. Ese mismo día me llamaron de la Casa de América para decirme que vuelven a editar La Estafeta del viento, una revista de poesía y crítica literaria de la que fui diseñador e ilustrador, y de la que se publicaron diez números entre los años 2002 y 2006. Pero me dicen que en en el reestreno no habrá papel para la imprenta, que sólo se verá en la pequeña pantalla del ordenador.