26 de abril de 2009
En ocasiones me he definido como un pintor esquizofrénico que se debate entre el pintor que quiere ser y el que termina siendo. Mi primer impulso es ser un pintor gestual, de los que pintan con las manos rabiosamente sobre el lienzo, para acabar siendo un pintor reflexivo, literario y metafísico que finaliza el cuadro con un pincel extremadamente pequeño. El primero, el que yo quisiera ser, tiene como uno de sus modelos fundamentales a José Guerrero, y aunque mi obra madura es, en efecto, reflexiva y metafísica, sigo elaborando mis cuadros a partir de los secretos que aprendí en los “peligrosos bordes” que unen y separan sus campos de color, y en la “presencia del negro” que hiere y tensa el espacio solemne y monumental de sus lienzos.
La primera vez que vi a José Guerrero fue en 1976 en la sala del Banco de Granada. Le recuerdo abrazando a Bernardo Olmedo, el otro ejemplo del “ser granadino”, probablemente uno de los más grandes artistas de esta ciudad que optó por el camino contrario, el de la renuncia silenciosa. Después, cuando su regreso triunfal y en pleno reconocimiento de crítica y público, tuve la suerte de conocerlo en persona en una visita que generosamente hizo a una exposición mía en la Galería Avellano de la granadina calle de la Colcha. Allí estaba aquel hombre al que yo rendía un sincero homenaje en mis cuadros, hablándome de la magia de los “accidentes de la pintura”, de cómo las manchas de color no se pintan, sino que se hacen, de las veladuras y tensiones cromáticas… Una lección sabia que aprehendí fervorosamente.
En el verano de 1984, Antonio Muñoz Molina, Rafael Juarez, José María Rueda y yo mantuvimos durante varios días con él una conversación fascinante en la que saltaba de Kline a Motherwell, deslizándose seguidamente por la Plaza de los Lobos de su infancia, para bajar corriendo por la Cuesta de Gomérez el día que la duquesa de Lécera le compró todos sus dibujos. Habló de la Escuela de Artes y Oficios, de Gabriel Morcillo y de las tediosas sesiones copiando copias de Donatello, al que él y sus compañeros identificaban con un tal don Antelo, conocido colchonero de la calle Alhóndiga. Y nos habló de Federico García Lorca y de cómo las camisas de colores que traía de sus viajes provocaban más rencor que sus versos. Y habló con desdén de los galeristas que imponen las modas y de los pintores adocenados que las siguen, y de que sólo hay pintura buena o pintura mala, y que la pintura buena es muy difícil de hacer.
José Guerrero sí que la supo hacer, y algunos de sus lienzos forman parte del cuadro de honor de las obras maestras que conmueven a los espectadores de todas las épocas, porque la buena pintura no tiene edad, y su tiempo es siempre el tiempo de quien la contempla.