EL HÁBITO DEL MONJE

22 de abril de 2009
Existe la creencia generalizada de que los artistas somos personas extravagantes de las que se puede esperar cualquier cosa. La idea responde al imaginario de la épica bohemia empeñada en dibujar un perfil de artista que oscila invariablemente entre el modelo homosexual y el modelo mujeriego. Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, y pertenezco a la discreta burguesía granadina, he preferido disfrazarme de modesto funcionario antes que recurrir a la guardarropía uniformada de los Alejandros Sawa de turno. Por mucho que lo intente no me imagino ni vestido de genio indomable ni de enlutado monje laico.
Cuando por las mañanas estoy en la puerta del colegio, no me veo diferente a los otros padres que allí acuden, de no ser porque mientras que, por ejemplo, Juan se va a paso ligero hacia su clínica veterinaria y Ventura, tranquilo, a su empresa de informática, yo me voy al estudio a pintar, como si fuera un niño viejo empeñado en seguir jugando. Esa es la única diferencia sustancial que, a mi juicio, condiciona el modo de ser y de estar de un artista.
Los pintores nos caracterizamos por vivir entre paradojas. Hay dos que son especialmente significativas: la de tener un oficio preindustrial que sin embargo te exige estar en periodo de actualización permanente, y la de tener una dieta rica en grandes dosis de vanidad. A más éxito, más vanidad. A más vanidad, más necesidad de éxito. En el mejor de los casos, la vanidad nunca se sacia, y en el peor de ellos, el éxito esperado nunca se alcanza.