12 de abril de 2009
Pasamos por la vida sin llegar a conocer en profundidad los escenarios que habitamos. Narcotizados por el latido cansino de la ciudad, cruzamos las plazas sin oír el agua de las fuentes, o buscamos la caída de la tarde sin detenernos en el perfil de las torres. Sólo muy de vez en cuando, nuestra mirada cambia de lente y nos sorprende con un enfoque inesperado. El arte funciona así, promueve y condiciona el despertar de los sentidos adormecidos del espectador.
Hace tiempo que los artistas ciframos nuestro trabajo en encontrar una visión sorprendente en lugar de buscar una mirada propia. Intentamos decubrir mundos insólitos, pero sólo encontramos territorios ya conquistados, y lo que creíamos único y original resulta que hace tiempo está inventariado. Uno de los sintomas de la madurez es precisamente el ser consciente de esta limitación. Asumido esto, es saludable seguir el consejo del artista veterano e imitar el movimiento del caballo de ajedrez y desplazarte lateralmente para poder avanzar, comprender y desvelar la huella de aquellas miradas que dieron forma al mito, codificando su imagen en un estereotipo poliédrico tan real como la realidad objetiva.
La Alhambra es un buen ejemplo de convivencia dialéctica entre la realidad de sus piedras y la de sus múltiples interpretaciones. Las dos son reales y las dos conforman su imagen. Desde los «excesos» del romanticismo, hasta las triviales postales turísticas, nada es ajeno a la percepción que de ella se tiene. El visitante del «marco incompareble», sucumbe ante el «embrujo» de las fuentes y cae extasiado al contemplar una fascinante puesta de sol que perdurará en su memoria acrecentándose en imposibles rojos, violetas y amarillos. La realidad percibida está inevitablemente condicionada por la poética legendaria de un monumento con demasiado carácter que soporta sobre sí la doble realidad de sus piedras y la de la interpretación ilusionista de ellas. El arte funciona así.