3 de junio de 2009
El de pintor es un oficio con muchas horas de soledad y meditación. En mi particular soliloquio he aprendido a dudar, a no creer en verdades absolutas y a cuestionarlo todo. Muchas de las preguntas que me suelo hacer tienen que ver, como es lógico, con el arte. Por ejemplo, cómo fue el primer dibujo. ¿Fue la mano del cazador que, siguiendo a la presa, trazó unas líneas sobre la arena? ¿Cuándo se transformó aquel garabato en un objeto con capacidad de sustituir a lo representado? y ¿cómo fue el proceso hasta que aquellos primeros trazos se convirtieron en el perfil de la bestia sobre la pared de una cueva? ¿Fue una secuencia simultánea a la formación de las palabras? ¿Todos dibujaban o había especialistas? ¿Qué consideración tenían dentro del grupo? ¿Eran chamanes y sus dibujos la evocación física del deseo? ¿Por qué se parecen tanto las pinturas de Lascaux, Altamira o Chauvet? ¿Quiere decir esto que existió un mismo “gusto” durante quince mil años? ¿Por qué el hombre escogió esa determinada estética y no otra? ¿Por qué pasados treinta y cinco mil años nos siguen emocionando esos dibujos?
Imaginemos que entre los cazadores hay un individuo que, consciente de su habilidad, decide convocar a los animales apetecidos o venerados mediante la representación de su imagen. La escena se describe en términos de magia propiciatoria en la que se asiste a la transustanciación de lo representado en su representación: el vero icono.
Sigamos al grupo que, entre gruñidos, comienza a repetir sonidos para nombrar las cosas. Con el tiempo abandona la cueva y se asienta en las fértiles tierras bajas. Las onomatopeyas que describían cualidades del objeto se codificaron en pictogramas y jeroglíficos que nombraban el mundo y enumeraban sus excedentes. Para entonces, el dibujo había perdido la batalla de la comunicación frente a la eficacia de la palabra. Desde ese momento, sólo algunos niños en la edad previa a la verbalización extraen del trazo las cualidades comunicativas que debió tener en un principio. La humanidad se fue haciendo adulta al tiempo que perdía la capacidad de nombrar dibujando. La necesidad de medir y catalogar la naturaleza introdujo, entre otras, la ordenación geométrica. La línea horizontal sustituyó al horizonte y sobre ella la vertical formó ángulos en el paisaje; las ondas se convirtieron en círculos y la espiral representó la idea del agua. El mundo quedó pautado. Dice Chantal Maillard que “el lápiz en las manos del niño traza lo que el adulto ya no es capaz de ver sin corregir: la imperfección del círculo, o el círculo imperfecto”.
Pero el dibujo es, ante todo, una herramienta esencial que tiene su origen en el origen del hombre. Obedece a la pulsión inicial de interpretar el entorno y de contarle a los demás nuestra particular visión del mismo. Para ello, el dibujo conjuga el trazo elemental con la compleja abstracción conceptual.
En el dibujo se juramentan la mirada, la mano y el tiempo para interpretar el mundo de forma simple. La línea define el espacio, lo compone, lo inventa. Convierte el vacío en forma, en horizonte, en aire. La mirada disecciona el objeto y lo define en su esencia, prescinde de lo adjetivo y lo muestra en su acepción más exacta.