EL PUPITRE DIGITAL

19 de agosto de 2009
Esta mañana, al pasar por la puerta del colegio de mi hija camino del fisioterapeuta, he pensado en la parodia de felicidad con la que tendré que maquillarle la vuelta al cole. En mis recuerdos de niño no hay tristeza mayor que la del final del verano, ni decepción más grande que el abismo de las páginas en blanco a los pocos días de estrenados los cuadernos. Recuerdo que abría los libros por las últimas lecciones para imaginar cómo serían los días de primavera cuando alcanzáramos esas páginas. El colegio de mi infancia no era un espacio alegre, ni el aprender una experiencia feliz. ¿Por qué tendrían que ser tan antipáticos?
En la tortura del “fisio” me viene a la memoria don Pablo, un profesor de francés experto en castigos de gran sutileza –de rodillas contra la pared y una tiza sujeta entre la nariz y la pizarra–, El hombre ponía el mismo empeño en enseñarnos el passé composé del verbo avoire, como en que nos sentáramos correctamente en el pupitre: los antebrazos sobre la mesa y la espalda sin tocar el respaldo.
Se me empañan las gafas cuando el fisioterapeuta trata de meter en cintura mi espalda ladeada, herniada y pinzada por las incontables horas de ordenador que lleva sobre los hombros. Mientras, tumbado en la camilla, pienso que tengo que preparar una conferencia sobre cómo se hace un libro. Precisamente ahora que el futuro inmediato del diseño de libros ya no está relacionado de forma exclusiva con el papel.
Sigo dándole vueltas a la mochila de mi hija y a la inminente implantación del pupitre digital. ¿Resistirán las caligrafías el empuje del teclado? ¿Tiene el diccionario los días contados? ¿Wikipedia resolverá sus problemas de verificación de datos? ¿Cómo resistirán sus ojos nuevos y su espalda joven el trabajo ante el ordenador? ¿Se atrevería don Pablo a colocar una tiza entre la pantalla y la nariz de los niños inquietos?
De vuelta, al pasar por la puerta del cole, sólo tengo una cosa en claro, que la próxima mochila de mi hija será de color rosa princesa.