Erotismo en el taller

Excepto algunas obras de asunto mitológico y religioso por las que subyace un abundante caudal sensual, y las de intención abiertamente provocadora, la pintura erótica se caracteriza por ser ensimismada y confidencial, y estar destinada a no trascender el ámbito privado del taller. Diríamos que se trata de un ejercicio psicoanalítico que sucede sobre el diván autónomo del cuadro.

Simplificando, se podría decir que lo erótico es consecuencia de la sublimación de los tabúes sexuales que la moral civilizada ha construido a lo largo de la historia, dando lugar al repertorio fetichista en el que, tomando la parte por el todo, cualquier objeto puede devenir en objeto de deseo: un zapato, una corbata, el Auriga de Delfos… No obstante, conviene indicar que la eficacia del mensaje erótico no depende tanto de la intención del artista, como de su acierto al convocar las claves que activan los resortes eróticos del espectador. Ni todos los faros que se yerguen entre la espuma de los acantilados son la representación sublimada del falo, ni todas las cuevas lo son del averno del que venimos y al que intentamos volver insistentemente.

En el taller de litografía de Clot, Bramsans & Georgs, en la parisina calle Vielle du Temple, encontré un bon à tirer de la colección de dibujos eróticos que Rodin realizó en su edad madura. La serie fue recibida en su día como una indecente obscenidad, lo cual no fue óbice para que se popularizara en exquisitas estampaciones litográficas. Repasando los títulos de los dibujos resulta curioso el empeño que el autor puso en maquillar la pasión que destilan, asignándoles nombres tan forzadamente asépticos como Femme nue sur le dos, de face, une main au sexe et les jambes écartées.

A pesar del esmerado aseo lingüístico de Rodin, la apasionada sensualidad que remiten deja entrever que en aquel estudio se vivía algo más que una estricta relación laboral entre el artista y su modelo. Pasión que no sólo se evidencia en la imagen representada, sino también en el descuido de aquellos elementos del cuerpo que menos importan en el discurso erótico; en cómo recorta las figuras para recomponerlas en una suerte de juego de muñecas; o en cómo reincide con el lápiz y la tinta sobre las zonas erógenas en determinados dibujos. Este es el caso del titulado Jardin des supplices, en el que ha trazado una línea roja vertical, un verdadero zarpazo, sobre el sexo de una adolescente a la que un clavo atraviesa un pie. Se trata de un ritual que transforma al dibujo en espacio de deseo sadomasoquista sobre el que el artista oficia una ceremonia emergida de su más oscura intimidad, no como sublimación de otra realidad, sino como objeto de deseo en sí mismo considerado.

También en Balthus el acto de pintar se convierte en una práctica erótica, y el cuadro en un verdadero espacio erógeno. En algunas de sus pinturas de adolescentes sesteantes y libidinosas, Balthus sigue un proceso constructivo que revela una perversión endiablada: ha pintado las prendas de vestir sobre los cuerpos de las jóvenes a las que con anterioridad había representado desnudas. Otra vez el cuadro entendido como un juego de muñecas sobre las que se superponen bragas, calcetines, zapatos, blusa, carmín de labios… Éste proceso, a mi entender, es aún más eróticamente perverso que el hecho de que las modelos fueran su hija y su sobrina, lo cual no hace más que añadir adjetivos de asombro a la compleja personalidad del artista.

Una vez convertido el cuadro en territorio de deseo puede ocurrir impunemente de todo: la desnudez de la maja, el beso del cisne, la mujer que se deja amordazar, el origen del mundo, la pérdida de la inocencia… Sobre el cuadro se puede escupir, orinar o eyacular; se puede amar y se puede odiar; se puede descender al infierno y se puede resucitar. La metáfora se ritualiza y las frustraciones se autoalimentan de su propia incapacidad de superación.

“Yo no pinto una mujer, pinto un cuadro”, dijo en cierta ocasión Matisse. Pero a veces el artista interviene sobre la obra como desearía hacerlo sobre un cuerpo real, y reemplaza al objeto deseado por su representación sublimada: el color que simula la sensualidad de una venus ante el espejo, o la piedra que recrea el cuerpo desnudo de un galo moribundo. El arista actúa entonces como aquel respetable profesor que perdió la razón pintado las uñas de Lolita, y como el preso que, privado de  contacto con el mundo exterior, imagina los signos de su libertad en forma de caballo desbocado y su pasión en forma de venus de exagerados atributos sexuales, hasta el éxtasis más solitario.