10 de septiembre de 2009
Hay un vídeo de los años ochenta en el que José Guerrero aparece pintando con una pasión que me produce, ahora más que nunca, mucha nostalgia y mucha envidia. Aun siendo probable que el cuadro en el que trabaja se lo supiera de memoria, Guerrero se enfrenta a él con la euforia novedosa de un niño el primer día de playa.
Siempre he creído que lo más difícil de mi oficio es abrir a diario el estudio y subir las persianas con la ilusión adolescente de encontrar algo que te imante al lienzo. Muy a mi pesar, hace tiempo que tengo la sensación de haber pintado ya el cuadro que tenía que pintar, y que sólo me queda repetirlo con variantes cada vez menos sustanciosas. Serán los años.
Si el paso por los cuarenta se caracteriza por la aceptación de que ya no serás lo que no has sido, el de los cincuenta lo es por saber que sólo serás lo que ya has sido. Asumido esto, te dejas caer en brazos de una holganza malsana y apática que te corroe como un cáustico las entrañas. Me dice Willy Poutlanzas que este tipo de pereza no es duradera y que la ilusión por el trabajo vuelve con la segunda inocencia. Por si acaso tiene razón el psicoanalista, todos los días subo las persianas del estudio, espero atento el canto de las sirenas y las vuelvo a bajar consumido en mi propia combustión interna. Esta quietud me está quitando la calma.
Ayer visité a una hermana de mi madre a la que hacía tiempo no veía por miedo a encontrarme con la anciana que, en efecto, me encontré. Derrumbada sobre un sillón, dormía la sombra de una mujer de hierro que soportó, a pie de obra, la dirección de la empresa familiar, con la única recompensa de obedecer el mandato de un matriarcado claustrofóbico y castrante. Al verla vencida en su lasitud, me vino a la memoria su imagen de antes y la tristeza infinita de todos los inviernos perdidos al borde de una mesa de camilla, dejándose la vida detrás de cada atardecer a la espera de los primeros síntomas del verano. Al despedirme pensé en lo ingrato que es el tiempo y en lo irrisoria que resulta mi desidia de niño mal criado.