En el catálogo de la exposición José Guerrero. Los años primeros. 1931–1950, en “Guerrero en las ciudades”, Justo Navarro hace referencia a una broma ácida que Federico García Lorca construyó a propósito de los artistas granadinos: “Queremos pintar, esculpir y hablar como nuestros padres. Todo lo tenemos que hacer sin salir de Granada, de la que no debemos faltar un minuto”.
Por lo que a mi persona se refiere, la descripción de Lorca es exacta. Aunque no haya pretendido pintar como mi padre, es cierto que nunca quise dejar en serio Granada, y cuando lo hice fue siempre pensando en volver.
Una vez aceptada como verdadera la premisa mayor de la foto de grupo, lo que no tengo claro es si se trata de una patología endémica de los artistas granadinos. Si es así, me pregunto si lo es por su condición de granadinos o por la de artistas. ¿Este inmovilismo es propio del oficio de artista granadino o es común a otras actividades de los aquí nacidos? Por ejemplo, la de notario granadino, o tendero granadino. ¿Querrán las notarias y notarios granadinos dar fe tal y como lo hicieron sus padres? ¿Y a las tenderas y tenderos granadinos les apremiará no salir un minuto de su ciudad? ¿Será esta manera poco aventurera de ser lo que nos diferencia de los artistas, por ejemplo, valencianos? Estarán los artistas de otras ciudades definidos por una consustancial vocación viajera? ¿Les afectará la patología a los artistas que sin ser nacidos en Granada residen o han residido en Granada? ¿Tendrá variantes según el sexo de los afectados?
No descubro nada si digo que la inmovilidad es síntoma de inseguridad y miedo a los otros, engendro de repulsa a lo foráneo y desprecio hacia lo que se ignora. Pero también digo que los humanos somos muy parecidos unos a otros y que repetimos un escueto repertorio de comportamientos. El deseo de alejarse es tan humano como el de no hacerlo, y la emigración es igual de penosa para Agamenón que para su porquero.
En el referido catálogo de los primeros años de Guerrero hay reproducciones de obras firmadas por él en la década de los treinta que, de alguna forma, se parecen a las que yo hacía cuando era aprendiz de pintor en los años sesenta.
Asusta comprobar cómo unas y otras se miran en un mismo espejo que refleja el estancamiento pantanoso de largos años de desprecio arrogante hacia lo nuevo. En ese ambiente es comprensible que el joven Guerrero le hiciera caso a García Lorca, tirara los pinceles al aire y saliera corriendo. Tirar los pinceles al aire no garantiza el advenimiento de las musas, pero es muy saludable. Aunque, ojo, si no te mueves con acierto puede que te caigan encima como puntas de navajas.
Cuando tomé la decisión de ser pintor tuve muy claro que no quería ser uno de esos “artistas granadinos” que retrata Lorca, y si bien no tiré los pinceles al aire, sí que me fui en busca de la vida lejos de casa. Con la carpeta de dibujos en una mano y con el billete de vuelta en la otra me presenté en Madrid a probar suerte. Y la encontré en una buena galería que representaba mi obra en tales condiciones que me permitían no tener que salir de mi casa. Esta parecía ser la mejor de las opciones, y al abrigo de ella me construí una verdad a medida que me indujo a pensar que mi obra se defendería sola mientras que yo paseaba lánguidamente por la Acera del Casino.
Así, mientras mis cuadros se distribuían puntualmente en exposiciones y ferias de arte internacionales, yo borraba con esmero mis perfiles.
En mi haber he de decir que, si bien el aislamiento dio como resultado la invisibilidad del autor, también propició la formación de un estilo poco contaminado, y una poética artística que sostiene mi obra con voz propia. Voz ensimismada y discreta, pero original y mía.