11 de noviembre de 2009
El once del once de mil novecientos once nacía en Santiago de Chile Roberto Matta Echaurren, artista imprescindible en la historia del arte del Siglo XX.
Debía de ser al comienzo del verano de 1987, cuando Teresa Alberti me pidió que recogiera en el aeropuerto a Germana Ferrari y Roberto Matta, y que les acompañara durante el tiempo que estuvieran en Granada. –¿Cómo los reconoceré? le pregunté, –“no te preocupes, los conocerías entre un millón”. Con esta idea me presente en el aeropuerto, y en efecto, abriéndose paso entre los pasajeros del vuelo de Madrid apareció un tipo con sombrero de fieltro, chaleco de lana, chaqueta de paño y gabardina, acompañado de una elegante señora de rojo que le seguía a él del mismo modo que él, como dijo Rafael Alberti, seguía a su bastón.
– ¿Roberto Matta?, pregunté.
– Sí, pero no. Llámeme Otrebor, que es mi nombre en las antípodas, contestó.
Durante el trayecto a Granada, habló sin tregua del color del cielo, de la altura de las montañas, de Iparretarak, de Lorca, y del precio de la gasolina, describiendo un delirante crucigrama de palabras que cambiaban continuamente de sentido. Después, en la cena, pidió de primero el postre, de segundo un Campari y de tercero un primero. Aquel hombre parecía decidido a vivir literalmente en las antípodas.
A la mañana siguiente visitamos la casa de Lorca en Fuente Vaqueros, y una vez allí, Matta se acercó al piano, y cogiendo dos membrillos empezó a golpear el teclado con la vehemencia de un niño mal educado, mientras contaba cómo conoció a Federico en la casa que sus tíos Bebé y Carlos Morla tenían en Madrid, y de la arrebatadora personalidad del poeta. Sobre la una del medio día, Germana sugirió que regresáramos al hotel, porque Matta tenía la irrenunciable costumbre de dormir la siesta antes del almuerzo. A saber: siesta, postre de primero, Campari de segundo, primero de tercero…
Matta vivía y deslumbraba, vivía y hablaba sin un antes y un después, saltando de Bretón a Duchamp, de Pollock a Picasso, de Tanguy a Miró, de “Corbu” (Le Corbusier) a Walt Disney como si fueran los vecinos de al lado de una extraordinaria residencia de genios. Matta vivía y pintaba agitando un cosmos caótico, liquido y etéreo, surcado por signos orgánicos y geométricos que emergen del fondo de las veladuras como de las profundidades de un mar espeso y nocturno. Sedimentación de sentimientos traducidos en prevocablos hundiéndose en milenios de pintura. Murmullo del automatismo psíquico vehiculado por la mano, por el brazo, por el cuerpo del artista. Recuerdo sus últimos cuadros en la Galería Almirante, el rastro de sus pisadas cruzando indecisas la superficie del lienzo como la huella de su vida misma; inventándose a cada paso para negarse después, para volver a empezar por el final o por el principio, porque daba lo mismo, porque todo era vivir reconstruyendo y transformando el mundo a su alrededor como un tsunami de esos océanos espesos y nocturnos que a veces parecen sus cuadros