EL NACIMIENTO DE LA PRIMAVERA

Después del invierno, el sol del equinoccio repartió por igual sus rayos sobre el mundo, devolviendo a los pájaros el color de sus plumas, el brillo a los ojos del perro altanero que guarda el ingenio, el verde a la semilla seca, y al agua la vida nueva. Desde el fondo blanco de las curvas del río, llegó por fin la primavera.

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«El nacimiento de la primavera». (2008). Técnica mixta sobre lienzo. 195×195 cm.

BUENOS DÍAS VANIDAD

17 de noviembre de 2009
Los artistas somos gente de temperamento frágil y quebradizo. Una palabra agria perdida en los sótanos de un periódico socava la fortaleza del más grande de los divos, y un comentario ácido en la barra de un bar silencia la ovación de cien teatros. La presencia continuada sobre la escena te vuelve transparente y vulnerable frente a un público que se empieza a aburrir de tu parodia oxidada. Les oyes decir que están cansados de ti, que se te agotó el hilo en las espirales del laberinto, que oyeron decir que alguien oyó que dijiste que Homero era el ciego en el reino de los tuertos, y hueles el rastro del rencor que deja su gota de orín en las plazas y en los despachos. Aprendes a escuchar lo que las voces de los ecos no dicen, y comprendes que en su murmullo envenenado se esconde siempre una parte de verdad. Decides no ser el simulacro de tu versión más triste, y regresas al calor de la pintura y de las imprentas en un nuevo salto mortal que te devuelve a la confortable seguridad de la red.
Andaba yo melancólico pensando que los artistas somos gente de temperamento frágil y quebradizo, cuando me llamaron del Festival de Jazz para decirme que el legendario pianista Abdullah Ibrahim se había emocionado con mi cartel de este año y que tenía interés en saludarme personalmente. De inmediato se disiparon los miedos y volví a sentirme como el joven que un día zarpó en la Marie Galante para retener la luz entre sus manos. Será que la vanidad es mi sustento y que todo lo que hice fue para que alguien, alguna vez, me quisiera.

ROBERTO MATTA

11 de noviembre de 2009
El once del once de mil novecientos once nacía en Santiago de Chile Roberto Matta Echaurren, artista imprescindible en la historia del arte del Siglo XX.
Debía de ser al comienzo del verano de 1987, cuando Teresa Alberti me pidió que recogiera en el aeropuerto a Germana Ferrari y Roberto Matta, y que les acompañara durante el tiempo que estuvieran en Granada. –¿Cómo los reconoceré? le pregunté, –“no te preocupes, los conocerías entre un millón”. Con esta idea me presente en el aeropuerto, y en efecto, abriéndose paso entre los pasajeros del vuelo de Madrid apareció un tipo con sombrero de fieltro, chaleco de lana, chaqueta de paño y gabardina, acompañado de una elegante señora de rojo que le seguía a él del mismo modo que él, como dijo Rafael Alberti, seguía a su bastón.
– ¿Roberto Matta?, pregunté.
– Sí, pero no. Llámeme Otrebor, que es mi nombre en las antípodas, contestó.
Durante el trayecto a Granada, habló sin tregua del color del cielo, de la altura de las montañas, de Iparretarak, de Lorca, y del precio de la gasolina, describiendo un delirante crucigrama de palabras que cambiaban continuamente de sentido. Después, en la cena, pidió de primero el postre, de segundo un Campari y de tercero un primero. Aquel hombre parecía decidido a vivir literalmente en las antípodas.
A la mañana siguiente visitamos la casa de Lorca en Fuente Vaqueros, y una vez allí, Matta se acercó al piano, y cogiendo dos membrillos empezó a golpear el teclado con la vehemencia de un niño mal educado, mientras contaba cómo conoció a Federico en la casa que sus tíos Bebé y Carlos Morla tenían en Madrid, y de la arrebatadora personalidad del poeta. Sobre la una del medio día, Germana sugirió que regresáramos al hotel, porque Matta tenía la irrenunciable costumbre de dormir la siesta antes del almuerzo. A saber: siesta, postre de primero, Campari de segundo, primero de tercero…
Matta vivía y deslumbraba, vivía y hablaba sin un antes y un después, saltando de Bretón a Duchamp, de Pollock a Picasso, de Tanguy a Miró, de “Corbu” (Le Corbusier) a Walt Disney como si fueran los vecinos de al lado de una extraordinaria residencia de genios. Matta vivía y pintaba agitando un cosmos caótico, liquido y etéreo, surcado por signos orgánicos y geométricos que emergen del fondo de las veladuras como de las profundidades de un mar espeso y nocturno. Sedimentación de sentimientos traducidos en prevocablos hundiéndose en milenios de pintura. Murmullo del automatismo psíquico vehiculado por la mano, por el brazo, por el cuerpo del artista. Recuerdo sus últimos cuadros en la Galería Almirante, el rastro de sus pisadas cruzando indecisas la superficie del lienzo como la huella de su vida misma; inventándose a cada paso para negarse después, para volver a empezar por el final o por el principio, porque daba lo mismo, porque todo era vivir reconstruyendo y transformando el mundo a su alrededor como un tsunami de esos océanos espesos y nocturnos que a veces parecen sus cuadros

MACACOS

5 de noviembre de 2009

El 18 de septiembre de 2005, en un bosque de Guangxi, al sur de China, crucé la mirada con este mono. Se trata de un macaco Rhesus (Macaca mulatta), primate que vive en grupos de entre diez y setenta individuos, bajo una estricta jerarquía social dirigida por un macho dominante. Alcanza una estatura media de 60 centímetros y tiene un rabo de unos 30 de longitud. Su esperanza de vida oscila en torno a 25 años y se dice que su inteligencia es similar a la de un niño de tres o cuatro: egoísta, caprichoso y cruel. Es omnívoro, y aunque su medio natural es el bosque tropical, con frecuencia se acerca a los turistas en busca de alimento y esquilma los sembrados originando tumultuosas trifulcas.

Los macacos Rhesus han sido utilizados en múltiples experimentos científicos. Rhesus fueron los monos cosmonautas que rusos y norteamericanos lanzaron al espacio; de las iniciales de su apellido nació la denominación de origen «RH» para los grupos sanguíneos; en enero de 2000 vino al mundo Tetra, el primer macaco clonado, y en 2001 lo hizo ANDi, el primer mono trufado con genes de medusa; en 2007 se completó la secuencia de su genoma con el que los humanos compartimos alrededor del 93%, así como un posible antepasado común muerto hace 25 millones de años.

En el fondo de sus ojos hay quien dice haber visto nuestro espejo ancestral, pero lo que yo vi en su mirada fue un desprecio feroz y el deseo agazapado de reescribir el comienzo del Génesis.

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El mono de los ojos como hojas (2008). Técnica mixta sobre lienzo. 200 x 142 cm.

«TODOS SENTIDOS HUMANOS CONSERVADOS»

3 de noviembre de 2009

Una voz hermana me dice que ha muerto Francisco Ayala, y un estruendo de libros deja un silencio de cera en el estudio. No hay preguntas concretas, pero me dicen que ha sido una buena muerte para una buena vida.

El pasado 15 de marzo lo vimos apagar las velas y repartir la tarta en la intimidad de su casa. Irónico y cáustico le oímos decir que tenía pudor y vergüenza de sentirse observado como un prodigio de la edad. “Vienen, me ven y comprueban el efecto de los años, como el que asiste a un suceso portentoso”. Y en efecto, Don Francisco era un portento de inteligencia, lucidez y saber estar. Su pensamiento se regía siempre por una perfecta concatenación de premisas meridianamente lógicas. Su sabiduría tenía los pies en la tierra y en la discreción con que expresaba sus opiniones, siempre meditadas, siempre en los términos más sencillos y justos.

Aquel día lo vimos verdaderamente emocionado al oír  la voz de su nieta Juliet desde Carolina del Norte. Después, cuando todos nos íbamos, nos dijo en voz baja que nos quedáramos un poquito más. Y allí seguimos hablando del “Glorioso triunfo del príncipe Arjuna”, del Lagavulin, de las historias que merece la pena olvidar y de las cosas buenas que hay que atrapar de la vida.

Me dicen que anoche, al despedirse de los amigos, quiso hacerlo por dos veces, como anunciando que podía ser la última. Me cuentan que esta mañana, más lúcido que nunca, Don Francisco ha dicho: “hoy me voy a morir”.

Descanse en paz Francisco Ayala, que aunque la vida perdió, nos deja el harto consuelo de su memoria.