17 de noviembre de 2009
Los artistas somos gente de temperamento frágil y quebradizo. Una palabra agria perdida en los sótanos de un periódico socava la fortaleza del más grande de los divos, y un comentario ácido en la barra de un bar silencia la ovación de cien teatros. La presencia continuada sobre la escena te vuelve transparente y vulnerable frente a un público que se empieza a aburrir de tu parodia oxidada. Les oyes decir que están cansados de ti, que se te agotó el hilo en las espirales del laberinto, que oyeron decir que alguien oyó que dijiste que Homero era el ciego en el reino de los tuertos, y hueles el rastro del rencor que deja su gota de orín en las plazas y en los despachos. Aprendes a escuchar lo que las voces de los ecos no dicen, y comprendes que en su murmullo envenenado se esconde siempre una parte de verdad. Decides no ser el simulacro de tu versión más triste, y regresas al calor de la pintura y de las imprentas en un nuevo salto mortal que te devuelve a la confortable seguridad de la red.
Andaba yo melancólico pensando que los artistas somos gente de temperamento frágil y quebradizo, cuando me llamaron del Festival de Jazz para decirme que el legendario pianista Abdullah Ibrahim se había emocionado con mi cartel de este año y que tenía interés en saludarme personalmente. De inmediato se disiparon los miedos y volví a sentirme como el joven que un día zarpó en la Marie Galante para retener la luz entre sus manos. Será que la vanidad es mi sustento y que todo lo que hice fue para que alguien, alguna vez, me quisiera.