Mediados los años ochenta la obra de Cayetano Aníbal (Sevilla, 1927) se vio sacudida por un vendaval de libertad y celebración de la vida que la convulsionó integralmente y de cuya resaca se sigue nutriendo. Resulta extraño que una transformación tan profunda se produjera en un artista que andaba ya por los sesenta y que traía un bagaje formal bien definido desde mucho tiempo atrás. A simple vista parecieran los efectos de un episodio de esos que te devuelven a la euforia de la juventud o el descreimiento de la segunda inocencia. Para salir de dudas le pedí al propio Cayetano que me explicara en primera persona cómo y por qué tuvo lugar semejante transformación. La respuesta fue tan sencilla como concluyente: en el proceso de estampación de sus grabados había sustituido las planchas de zinc por otras de policarbonato con las que podía copiar por transparencia los dibujos originales y añadir nuevas tintas, viéndose de inmediato cómo sería el resultado final. Con éste procedimiento los grabados se fueron llenando de color al tiempo que el trazo sobre la plancha se hizo más natural y despreocupado, permitiendo la erosión y el rayado de la superficie con renovada libertad. Así fue, contaba Cayetano, cómo un recurso técnico propició el cambio en la forma y en el fondo de su obra. Nada más y nada menos.
Los grabados que salían del nuevo taller se parecían vivamente a los bocetos, mientras que los dibujos se acostumbraban a ser más ligeros, como si quisieran seguir siendo bocetos contagiados por los grabados. Este proceso de interrelación, de ida y vuelta entre el grabado y la pintura se extendió como un bálsamo benéfico por toda su producción artística. El buril en la mano de Cayetano Aníbal surca desde entonces la superficie de la plancha con renovada confianza. La erosiona, la hace más pictórica –los agentes abrasivos se pueden aplicar con pincel– y todo el potencial de línea y color del dibujo original queda como referencia debajo del policarbonato transparente. Después, los dibujos aprendieron a ser más libres y se acomodaron orgánicamente a los preceptos del grabado haciéndose menos solemnes y más coloristas.
El discurso de Cayetano está compuesto por referentes iconográficos que nos hablan de la vida privada y del espacio público: una mujer y una ventana, una pareja que se abraza con el rumor de la calle al fondo; un suelo de damero que es un tablero de ajedrez en el que se juega la partida más apasionada; alguien que mira tras la puerta; un arco, un árbol, un sol, una luna; los pasos en la noche del amante esperado; un hombre solitario observa la noche estrellada sentado frente a la ventana desde la que Gaia nos ofrece sus frutos. Estas son las piezas con las que el artista compone el puzzle de su relato. Esta es la voz melancólica y sabia de Cayetano Aníbal hablándonos de su amor por el arte y de su pasión por la vida.