Hay dos cuadros de los que pinté siendo niño, una marina con barcos de vela y el retrato de un viejo con sombrero, en los que reconozco una manera de aplicar el color y un movimiento del pincel que han perdurado en mi obra a lo largo de más de cuarenta años de dialogo con la pintura. Se podría decir que en esos cuadros ya estaba conformado un método constructivo, un “uso de razón plástica” presente en mi obra desde entonces. Cuando los miro me pregunto si no habré estado pintando siempre el mismo cuadro, viajando por una espiral elíptica alrededor de un punto de partida, de tal forma que en la medida que mis pasos avanzaban, se iban acercando al punto de salida, para desde allí comenzar de nuevo el paradójico ciclo de alejarse volviendo.
Este recorrido en espiral elíptica ha estado acompañado por otro movimiento oscilante entre la pintura sustentada en la capacidad significativa de la materia y la que tiene en la línea y la idea su razón de ser, provocando en mi obra un debate insoluble entre lo que quería pintar y lo que terminaba pintando. Pero esto, lejos de verse como el relato de un fracaso continuado, se ha de leer como lo constitutivo de la creación artística, ya que justo en el trayecto que va del deseo a la realidad es en donde se produce el encuentro del artista con la materia y la consecuente transformación de esta en signo artístico.
No se si ocurrirá igual en otras profesiones, o si es que el empuje de regreso a los orígenes es inherente a la vida misma, pero tengo la impresión de viajar obstinadamente por un camino en el que cada paso que doy me aleja y me acerca al punto de salida, desde donde vuelvo a emprender de nuevo la huída que me va devolviendo al punto de partida, por el que paso de largo para emprender de nuevo la huída…