2 de marzo de 2009
Aceptemos que la Pintura es el vehículo expresivo de aquello que no puede ser dicho con palabras, porque no incumbe a las palabras, sino al signo plástico. Esta realidad específica de la pintura como lenguaje no obedece sólo a impulsos subjetivos o aleatorios, sino que se mueve a través de principios bien edificados sobre los territorios de la mente humana, compartiendo entidad con el gesto y la voz en el origen mismo del hombre pensante. Posiblemente primero fue el gesto del cazador que perseguía a la presa. De su mano, de forma mágica, se desprendió la línea sobre la pared recreando la realidad, interpretando sobre el volumen de la roca el cuerpo del animal. Aquel pintor primitivo ejercitaba una pulsión muy humana: la que nos hace reconocer mapas en el perfil cambiante de las nubes y héroes en la geometría arbitraria de las estrellas.
Pero esta pulsión convive asociada con otra anterior: la necesidad de contar y la necesidad de escuchar. La necesidad de expresar pintando y la necesidad de interpretar mirando. El arte como una revelación que emociona y produce conocimiento. Como el saber que descifra la realidad con una información distinta a la verbal. Información no razonada, pués no se puede verbalizar, sino sentida o presentida. Intuida como la imagen que sólo la imagen puede descifrar: el rojo de los cuadros de Mark Rothko, el azul de Matisse, la calma reglada en la geometría de Kandisky…