HERMENEGILDO LANZ

11 de agosto de 2009

En este año se cumplen sesenta de la muerte de Hermengildo Lanz. Un artista polifacético comprometido con las ideas estéticas y civiles que conmovieron España en el primer tercio del siglo XX. Íntimo colaborador de Manuel de Falla y de Federico García Lorca, terminada la contienda civil sufrió los rigores del exilio interior en una impía y larga posguerra.
Hace años, acompañado por su nieto Enrique y por el profesor Juan Mata, visité la que fue su casa en el granadino barrio de los Hotelitos de Belén. Una edificio de líneas progresistas, clásico y moderno, vestigio de un pensamiento audaz y regeneracionista. En el último piso, ocupando toda la planta, estaba su estudio. Allí, entre materiales de trabajo y carpetas de dibujo pude ver apuntes a lápiz que llegaron a ser inolvidables grabados, proyectos de muebles y escaleras de modernos vestíbulos administrativos, y bocetos que dieron origen a escenografías universales. Había también tenues dibujos trazados con una línea tímida y certera que se transformaba en maraña obsesiva sobre el papel: cielo y tierra, casas y hombres trenzados por una línea incesante. Por el contrario, algunos dibujos eran extremadamente austeros, casi despoblados de líneas y salpicados de pequeños campos de color. En una carpeta se guardaban pruebas de grabados en los que todo aparecía conectado por un surco significante y obsesivo que envolvía la imagen con una red en movimiento que tensaba y ponía equilibrio en la superficie. Grabados que fueron una aventura creativa en la que el dibujo, el entintado excesivo, la limpieza selectiva, el almohadillado, el calor de la plancha, la temperatura de la tinta y la humedad del papel eran igualmente esenciales. Por último, había pinturas que contaban historias de calles con alumbrados eléctricos, acantilados con puentes misteriosos y torres vigías de paseantes tristes.
Hermenegildo Lanz codificó una nueva imagen simbólica de la ciudad a partir de la lectura creativa de la tradición. La publicación de las veinte “Estampas de Granada” (1926), supone un hito decisivo en el repertorio iconográfico granadino.  La rotundidad de líneas, emparentada con las corrientes expresionistas centroeuropeas, y la claridad optimista de sus imágenes son el reflejo de un tiempo esperanzado y de una generación de intelectuales y artistas renovadores truncada trágicamente por la sublevación militar de 1936.
Después de la guerra, asediado por los vencedores, desposeído, degradado, humillado e ignorado públicamente por  sus antiguos compañeros y amigos, perdidas todas las batallas, el 20 de mayo de 1949, Hermenegildo Lanz  moría en plena calle a la salida de un cursillo de reeducación y adoctrinamiento político-religioso.

Y SE QUEDARÁN LOS PÁJAROS CANTANDO

7 de agosto de 2009
A cierta edad uno se acerca a la consulta del médico con el ánimo más vencido que convencido. Sabes que hasta el menos capacitado de ellos puede encontrar facilmente más de una avería en el enredo fronterizo de las analíticas. He comprobado que, salvado el escollo patibulario de las nombres innombrables, te invade una sensación de contrición y reencuentro contigo mismo que te altera las costumbres. En el pueblo donde vivo conocí a un hombre singular, el Turrón, al que una mañana le dijo la doctora que era posible que tuviera problemas de arteriosclerosis y por la tarde ya estaba sentado en la puerta de su casa haciendo pleita. Dejó su frenética actividad de hacelotodo y se vio a sí mismo como el anciano que no era. A mi cuñado, en una revisión médica en el trabajo, le detectaron cierta arritmia en el pálpito del corazón, y el hombre ha entrado en un proceso de introspección ascética que le está llevando directamente al conocimiento, por ahora imposible, del interior del átomo y de la mecánica cuántica en grosso modo.
Sobre este tema no quiero entrar ni siquiera de puntillas, por la misma razón que no se me ocurriría tocar de oído en una filarmónica. Pero me preocupa la facilidad con que está penetrando la tendencia de convertir las dudas ideológicas de los físicos cuánticos, en doctrinas filosóficas de carácter místico. Ante la imposibilidad de comprender el Universo, el espacio y el tiempo sólo cabe, por el momento, la vieja disyuntiva tomista: creer o no creer; tener fe o no tenerla. Hasta aquí todos de acuerdo. Ahora bien, especular con la existencia del espacio, del tiempo y de la materia me parece entrar en el terreno ideal y tramposo de las aporías, argumentaciones lógicas desvinculadas de la realidad ponderable.
Saber si los neutrones son ondas o partículas imagino que será decisivo para conocer el origen del Universo, pero no creo que modifique los efecto de la fisión nuclear que calienta la materia que hay a su alrededor. Por ejemplo la realidad material de Hiroshima y Nagasaki a primeros de agosto de 1945.
“…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”, escribió Juan Ramón Jiménez. Y en efecto, Los pájaros, las piedras, los ríos, seguirán transformándose en materia y en vida más allá de la percepción que de ellos tengamos cada uno de nosotros. Percibir es aprehender, pero también interpretar la realidad construyendo una particular manera de ver el mundo dentro del fluido ideológico de la formación social en que nos ha tocado vivir.
El tiempo pasa y la materia pesa. Nuestra vida siempre vive en el presente, pero el pasado también vive en el conocimiento generado por la experiencia sensorial, y en la materia evolucionada de nuestro organismo, que no es otra cosa que el resultado de millones de experiencias genéticas hundidas en las profundidades abisales de una sima del tiempo que conduce inevitablemente a la pregunta primigenia sobre la materia: infinita o finita; crada o no creada. ¿Hasta cuándo una cuestión de fe?

LOS DÍAS CON PROVECHO

Amigos
JUAN VIDA Y LUIS GARCÍA MONTERO EN LA PISCINA GRANADA

30 de julio de 2009
Una de las ventajas que tiene esta profesión mía es la ausencia de horarios y de jefes. Pero como el inconformismo y la queja son propios de la condición humana, con el paso del tiempo algunas ventajas se te vuelven lanzas. Uno de los sentimientos que echo en falta desde que dejé la Facultad es el de estar de vacaciones. Llegar el verano y dejarse caer en una indolencia sin horas. La mayoría de oficios jalonan su calendario laboral con paréntesis de desconexión: el del bocadillo, el del almuerzo, el de 8 de la tarde a 9 de la mañana, el del fin de semana, el de agosto… Pero en mi taller siempre hay actividad, nunca se detiene la fábrica de hilvanar imágenes y pensamiento.
Mi infancia son recuerdos de una piscina pública en la que me hice mayor tirando balones fuera y parando el reloj. Un universo limitado, pero perfectamente equipado para las vacaciones de un niño de los de antes. Después, cuando ya no éramos tan niños, aprovechábamos hasta el último rayo de sol de septiembre para  prolongar el tiempo sesteante del verano inventando campeonatos de futbolín, o de voley hasta que no quedara agua bajo nuestros pies. El mundo de la piscina era como la vida misma: entre el primer día de baño y el último se escondían todas las alegrías y decepciones habidas y por haber.
Prefiero no preguntar a Willy Poulantzas –mi psicólogo de cabecera–, por qué tengo nostalgia de las vacaciones y de la juventud perdida. ¿Pero si pudiera, a qué juventud volvería? ¿Cuál de las vidas que dejé de vivir me estaría esperando?

Carpe diem.

A QUISQUETE Y A JAVIER EGEA

QUISQUETE

24 de julio de 2009
Teníamos la vida por delante y el mundo parecía estar hecho a nuestra medida. Las horas, los días, los inviernos y los veranos ajustaban su paso al ritmo voraz de nuestra marcha.
Eran los años en que aprendimos a ser ciudadanos.
En las mañanas de verano, Luis pasaba por mi casa y nos lanzábamos a la calle. La primera meta volante la teníamos en la imprenta Servigraf, que también era nuestra sede permanente. Después, recogíamos a Quisquete en su oficina de la Plaza de la Romanilla y pasábamos el control de avituallamiento con Mariano en la cafetería Goya. De vuelta, cumplíamos visita a nuestros héroes marginales del mercado de San Agustín: un aprendiz de unos sesenta años que tenía una oreja más grande que otra; el Perejilo que durante un buen tiempo arengó a las hordas a comerse vivo al traidor de Jesús de Nazaret, y muy especialmente Miguel el Guardacoches, por el que sentíamos verdadera admiración.
Dejábamos a Mariano en la Facultad, a Javier en la oficina y Luis me dejaba a mi en el estudio. Allí pintaba hasta la hora del almuerzo. Sobre las cuatro de la tarde acudíamos puntuales a la Piscina Granada, en donde ganduleábamos aproximadamente hasta las ocho, hora en que volvíamos a casa para vernos más tarde cenando en el Tollín, y por último, unas copas en “El 32”, en el Planta Baja o en la Tertulia.
Así rodaba la rueda de los días, y a pesar de tanta indolencia, del Tour y de Sito Pons, tuvimos tiempo de escribir Tropo Mare y El Jardín extranjero, de pintar Iré a Santiago, de inventarnos la colección Maillot Amarillo y de que Mariano nos descubriera los secretos de Passolini, de Bola de Nieve y de la Ópera.
Respirábamos el mismo aire, entendíamos el mundo de la misma forma.
Durante los cinco años que siguieron a la muerte de Javier, cada 29 de julio dejé un libro suyo sobre el mármol de su tumba con la esperanza de que alguien siguiera viviendo en sus versos el compromiso con ese “pequeño pueblo en armas contra la soledad” que fue para él la poesía. Es decir, su vida.

ET IN LUNA EGO.

ET IN LUNA EGO.
20 de julio de 2009. 19,35 h.

Hoy puede ser un gran día. Hace cuarenta años que el hombre estuvo por vez primera en la Luna, y me han prometido en Ideal que cambiarán la foto del abrigo por otra en camisa blanca ante un fondo de palmeras. Laus Deo.
Recuerdo bien la expectación ante el televisor la noche de la llegada de los astronautas a la Luna, y me veo a mi mismo, adolescente con ojeras, haciendo un dibujo apocalíptico que no encuentro.  Recuerdo el silencio en la calle y la voz de Jesús Hermida multiplicándose por las patios de mi casa; las imágenes borrosas y el pequeño gran paso de Neil Armstrong en el Mar de la Tranquilidad; el énfasis oficial de David Cubedo relatando la decisiva aportación de la estación de Fresnedillas en la exitosa misión de la NASA. Y recuerdo a mi padre, que, como Alberti, había nacido con el cine, diciendo que todo aquello era una farsa, un montaje, que no fuéramos ingenuos. ¡No veis, decía, que hay cruces pintadas sobre el suelo de la Luna! Se refería a las señales pautadas de las imágenes que él, que había visto nacer los grandes inventos del siglo XX, y que nunca comprendió bien lo de las ondas herzianas, pensaba que eran las marcas de un truculento montaje de la CIA. Nosotros nos reíamos de la ocurrencia, pero mira por dónde, la teoría del montaje cinematográfico ha ido tomando cuerpo y crédito, ocupando cabeceras de periódico y minutos en los documentales de televisión. ¡Si mi padre levantara la cabeza!
Pues la hora que es y todavía no me han cambiado la foto del abrigo. Et in Luna ego.