SOBREMESA

Alberti

15 de mayo de 2009

Tuvimos la suerte de conocerlo cuando aun tenía fuerzas para subir a las tribunas y seducir a las más bellas muchachas con su viva voz. Nos acostumbramos a sus chaquetas estentóreas y a su presencia feliz. Le admirábamos complacidos y él se complacía de ser uno más entre nosotros.

La escena data de agosto de 1986.

En las estribaciones de Sierra Nevada, vencidos por el sopor de la sobremesa, el grupo de amigos improvisa una siesta. En un extremo, un capítulo vivo de la historia de España posa para el dibujo que le estoy haciendo. De pronto, Rafael quiebra su perfil hierático de modelo, me mira con la complicidad traviesa de un niño, sonríe y roba rapazmente los restos de tarta que aún quedan en la bandeja. La secuencia es rápida: un guiño, una sonrisa y vuelta a posar. Un lujo impagable.

LA ESCALA Y LA FRECUENCIA

8 de mayo de 2009

Siempre me ha parecido injusto culpar al genoma granadino de los fracasos reiterados a que se ven abocadas las iniciativas de progreso en esta ciudad. Creo que las personas somos todas muy parecidas y nuestro comportamiento social también lo es, con independencia de dónde hayamos nacido o en dónde vivamos. Malasombras y cenizos los hay por todo el mundo, lo único que cambia, y no es poco, es la escala con que se miden.

Es sabido que en las sociedades pequeñas el roce y la costumbre empeoran las cosas. Cuando Jesús Quero se hizo con la alcaldía de Granada, un antiguo compañero de colegio me dijo, asombrado, que cómo era posible que hubiera llegado a ser alcalde si había jugado con él un montón de veces al billar. El hombre se ponía a sí mismo de medida y encontraba que aquello no era admisible. En otra ocasión, un matrimonio en edad de prejubilación, comentaba delante del monumento al aguador que hay entre la calle Pie de la Torre y la Plaza de la Romanilla, que no sabía porqué había gente a la que no le gustaba el grupo escultórico. En la pregunta estaba la respuesta: él, sencillamente, no sabía, y en lugar de molestarse en aprender ponía el listón universal justo a la altura de su ignorancia local. Es, como digo, un problema de escala.

Pero sigo pensando que se trata de la condición humana y no de la condición granadina, y que en cualquier ciudad del mundo se cometen los mismos errores y las mismas tropelías. Lo que hace que Granada sea diferente no es en sí la escala con que se mide, sino la frecuencia con que se producen los desafueros. Por la tozudez de unos y de otros, en Granada vamos a tener un tren guadiana de cercanías al que por unos barrios llamaremos metro y por otros tranvía; por la falta de un proyecto global de ciudad, cada calle de Granada es un muestrario de pavimentos, farolas y mobiliario urbano; por la idea populista de progreso quieren transformar los bulevares del Paseo del Salón –a la larga se verá– en una explanada de terrazas de verano. Aquí, socavando, han temblado los cimientos del Festival Internacional de Música y Danza, los de la Orquesta Ciudad de Granada, y asistimos en directo a la voladura de los pilares de esa joya en fondo y forma que es el Centro José Guerrero. Entre todos la mataron y ella sola se murió.

LA NIÑA ES LA MADRE DE LA MUJER

1 de mayo de 2009

Desde que la infancia es infancia, se viene utilizando el verso de William Wordsworth “El niño es el padre del hombre” para ilustrar el hecho de que, escondido debajo del babero, está formándose el adulto que llegaremos a ser. La manera en que aprendimos a aprender nos conformó para el resto de nuestra vida, y la asimilación del pensamiento abstracto asociado a las palabras y la mimesis de los hábitos sociales cimentaron el edificio que somos. ¡Bien!

En la educación de mi hija estamos poniendo un especial empeño en evitar cualquier tipo de juego que implique discriminación sexista. Les puedo asegurar que cuando aún no había cumplido dos años la niña distinguía un tornillo de cabeza philip de otro de cabeza allen, una sierra de una segueta y una sartén de una cacerola. Sin embargo, sin saber muy bien cómo, el dormitorio se le ha ido llenando de diademas principescas, y la  caravana de la Barbie ocupa media plaza de mi garaje.

Un día, a la vuelta del colegio, me dice: “sabrás que tengo novio, que nos hemos casado y que hemos tenido cien hijos”. Me quedé de una pieza, no tanto por lo de los cien nietos, como por la rapidez, indefensión y naturalidad con que se asumen los papeles sociales.

Volví a mi candoroso empeño y le regalé un Lego para construir un aeropuerto. Después de día y medio colocando piezas, lo primero que hizo una vez terminado, fue coger el teléfono de la torre de control y llamar al que dice que es su novio diciéndole con mimo y con rabia:

–“Porcelito, ¿te has vestido ya?… ¡¡¡Que estás acostado todavía!!!”

JOSÉ GUERRERO

26 de abril de 2009

En ocasiones me he definido como un pintor esquizofrénico que se debate entre el pintor que quiere ser y el que termina siendo. Mi primer impulso es ser un pintor gestual, de los que pintan con las manos rabiosamente sobre el lienzo, para acabar siendo un pintor reflexivo, literario y metafísico que finaliza el cuadro con un pincel extremadamente pequeño. El primero, el que yo quisiera ser, tiene como uno de sus modelos fundamentales a José Guerrero, y aunque mi obra madura es, en efecto, reflexiva y metafísica, sigo elaborando mis cuadros a partir de los secretos que aprendí en los “peligrosos bordes” que unen y separan sus campos de color, y en la “presencia del negro”  que hiere y  tensa el espacio solemne y monumental de sus lienzos.

La primera vez que vi a José Guerrero fue en 1976 en la sala del Banco de Granada. Le recuerdo abrazando a Bernardo Olmedo, el otro ejemplo del “ser granadino”, probablemente uno de los más grandes artistas de esta ciudad que optó por el camino contrario, el de la renuncia silenciosa. Después, cuando su regreso triunfal y en pleno reconocimiento de crítica y público, tuve la suerte de conocerlo en persona en una visita que generosamente hizo a una exposición mía en la Galería Avellano de la granadina calle de la Colcha. Allí estaba aquel hombre al que yo rendía un sincero homenaje en mis cuadros, hablándome de la magia de los “accidentes de la pintura”, de cómo las manchas de color no se pintan, sino que se hacen, de las veladuras y tensiones cromáticas… Una lección sabia que aprehendí fervorosamente.

En el verano de 1984, Antonio Muñoz Molina, Rafael Juarez, José María Rueda y yo mantuvimos durante varios días con él una conversación fascinante en la que saltaba de Kline a Motherwell, deslizándose seguidamente por la Plaza de los Lobos de su infancia, para bajar corriendo por la Cuesta de Gomérez el día que la duquesa de Lécera le compró todos sus dibujos. Habló de la Escuela de Artes y Oficios,  de Gabriel Morcillo y de las  tediosas sesiones copiando copias de Donatello, al que él y sus compañeros identificaban con un tal don Antelo, conocido colchonero de la calle Alhóndiga. Y nos habló de Federico García Lorca y de cómo las camisas de colores que traía de sus viajes provocaban más rencor que sus versos. Y habló con desdén de los galeristas que imponen las modas y de los pintores adocenados que las siguen, y de que sólo hay pintura buena o pintura mala, y que la pintura buena es muy difícil de hacer.

José Guerrero sí que la supo hacer, y algunos de sus lienzos forman parte del cuadro de honor de las obras maestras que conmueven a los espectadores  de todas las épocas, porque la buena pintura no tiene edad, y su tiempo es siempre el tiempo de quien la contempla.

EL HÁBITO DEL MONJE

22 de abril de 2009
Existe la creencia generalizada de que los artistas somos personas extravagantes de las que se puede esperar cualquier cosa. La idea responde al imaginario de la épica bohemia empeñada en dibujar un perfil de artista que oscila invariablemente entre el modelo homosexual y el modelo mujeriego. Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, y pertenezco a la discreta burguesía granadina, he preferido disfrazarme de modesto funcionario antes que recurrir a la guardarropía uniformada de los Alejandros Sawa de turno. Por mucho que lo intente no me imagino ni vestido de genio indomable ni de enlutado monje laico.
Cuando por las mañanas estoy en la puerta del colegio, no me veo diferente a los otros padres que allí acuden, de no ser porque mientras que, por ejemplo, Juan se va a paso ligero hacia su clínica veterinaria y Ventura, tranquilo, a su empresa de informática, yo me voy al estudio a pintar, como si fuera un niño viejo empeñado en seguir jugando. Esa es la única diferencia sustancial que, a mi juicio, condiciona el modo de ser y de estar de un artista.
Los pintores nos caracterizamos por vivir entre paradojas. Hay dos que son especialmente significativas: la de tener un oficio preindustrial que sin embargo te exige estar en periodo de actualización permanente, y la de tener una dieta rica en grandes dosis de vanidad. A más éxito, más vanidad. A más vanidad, más necesidad de éxito. En el mejor de los casos, la vanidad nunca se sacia, y en el peor de ellos, el éxito esperado nunca se alcanza.