LA FAMILIA DEL HIJO PRÓDIGO

15 de abril de 2009

Después de varios años perdida entre los libros de mi casa, he vuelto a encontrar la edición facsímil que editó Renacimiento del texto de André Gide, El regreso del hijo pródigo (traducción de Xavier Villaurrutia, 1942, Editorial Séneca, México), en donde se describen con agudeza las relaciones de aquella familia ejemplar de la célebre parábola de la claudicación y el perdón. Es, ya se sabe, la historia del fracaso de la ingratitud de un hijo extraviado que, dilapidada su herencia, vuelve al hogar sin esperanza y arrepentido.

Una vez en la casa paterna, el hijo pródigo del texto de Gide somete su voluntad a la del padre, el cual le perdona amparándole con la túnica más amorosa. Preguntado porqué huyó, contesta: “la casa me rodeaba. La casa no erais vos, Padre mío.” A continuación el padre admite que, en efecto, no es él, sino el hermano mayor quien gobierna en la hacienda.

Más tarde claudica el pródigo ante el hermano mayor, el cual, receloso, le recuerda que ya gastó su herencia. «No tienes nada»… «sólo lo que es común a todos, los bienes raíces» y le conmina a no segregar su parte: “fuera de la casa no hay salvación para ti”.

Por último, se humilla ante la madre, quien le avisa que en la escenificación de su regreso, el hermano menor ha considerado la gloria de su rebeldía, no la de su arrepentimiento. «¿Has visto cómo te miraba la primera noche? ¡De qué prestigio estaban cubiertos tus harapos!» le dice la madre. «No se cómo pude dejaros, madre mía», contesta el pródigo, y la madre, temiendo que la vuelta de un hijo implique la pérdida del otro, le pide que aleje del menor la idea de seguir su ejemplo.

En la conversación con el hermano menor, el pródigo argumenta el error de su partida, pero el menor, que tiene la edad que él tenía cuando huyó, le recrimina su claudicación, consiguiendo prender de nuevo en él la rebeldía contra la casa, es decir contra el hermano mayor. Al final el hijo pródigo ayudará al menor en su huída:

“–¿Qué llevas contigo?

–Tu sabes que, nacido el último, no tengo parte en le herencia…”

Un bonito retrato de familia en el que se condensa el complejo laberinto de amor, rencor, intrigas e intereses que caracteriza las relaciones de convivencia entre personas civilizadas. La ideología no es una mentira piadosa.

LA INVENCIÓN DE LA REALIDAD

12 de abril de 2009

Pasamos por la vida sin llegar a conocer en profundidad los escenarios que habitamos. Narcotizados por el latido cansino de la ciudad, cruzamos las plazas sin oír el agua de las fuentes, o buscamos la caída de la tarde sin detenernos en el perfil de las torres. Sólo muy de vez en cuando, nuestra mirada cambia de lente y nos sorprende con un enfoque inesperado. El arte funciona así, promueve y condiciona el despertar de los sentidos adormecidos del espectador.

Hace tiempo que los artistas ciframos nuestro trabajo en encontrar una visión sorprendente en lugar de buscar una mirada propia. Intentamos decubrir mundos insólitos, pero sólo encontramos territorios ya conquistados, y lo que creíamos único y original resulta que hace tiempo está inventariado. Uno de los sintomas de la madurez es precisamente el ser consciente de esta limitación. Asumido esto, es saludable seguir el consejo del artista veterano e imitar el movimiento del caballo de ajedrez y desplazarte lateralmente para poder avanzar, comprender y desvelar la huella de aquellas miradas que dieron forma al mito, codificando su imagen en un estereotipo poliédrico tan real como la realidad objetiva.

La Alhambra es un buen ejemplo de convivencia dialéctica entre la realidad de sus piedras y la de sus múltiples interpretaciones. Las dos son reales y las dos conforman su imagen. Desde los «excesos» del romanticismo, hasta las triviales postales turísticas, nada es ajeno a la percepción que de ella se tiene. El visitante del «marco incompareble», sucumbe ante el «embrujo» de las fuentes y cae extasiado al contemplar una fascinante puesta de sol que perdurará en su memoria acrecentándose en imposibles rojos, violetas y amarillos. La realidad percibida está inevitablemente condicionada por la poética legendaria de un monumento con demasiado carácter que soporta sobre sí la doble realidad de sus piedras y la de la interpretación ilusionista de ellas. El arte funciona así.

EL NOMBRE DE DIOS EN VANO

10 de abril de 2009

En el sermón del funeral de mi suegro, el cura que oficiaba la misa alentó a los allí presentes a no ocuparse de los problemas terrenales porque, según él, todo está determinado por la providencia divina. ¿Quiénes somos nosotros, decía, para opinar del cambio climático?  si eso lo lleva Dios personalmente. ¿Qué sabemos nosotros, seguía diciendo, de la crisis económica?, si también la lleva Dios en persona. Asistido por el verbo divino, en algún momento de la misa cerró su discurso con un «palabra de Dios, te alabamos señor». ¡Así cualquiera!
En este año en el que se celebra el doscientos aniversario del nacimiento de Charles Darwin, han sido muchos los que desde distintos frentes del saber –biología, física, filosofía– han alzado la pluma en favor del creacionismo, argumentando todo tipo de epiqueremas, entimemas, dilemas y demás silogismos para terminar en la disyuntiva en que nos dejó Santo Tomás después de construir con esmero aristotélico sus cinco vías demostrativas: creer o no creer. Tener fe o no tenerla. ¡Así cualquiera!

TRASCENDER

7 de abril de 2009

Dice Amalia que su marido también tiene una queja antigua sobre la atención que su padre le dedicó de niño. Seguro que se trata de una queja tan real como injusta. La ingratitud es propia de la condición de hijo. Pero ocurre que cuando nos toca trabajar de padres lo vemos de otra manera, y aprendemos, en efecto, que las cosas son como son, pero también como se recuerdan. Esta es la razón por la que busco mi mejor retrato y lo guardo en la memoria de mi hija, asumiendo el riesgo de ser recordado como un jugador de ventaja en la puerta de un pequeña juguetería de Plaza Bib-rambla.
Durante catorce años reinó en nuestra casa una perra muy callejera sobre la cual depositamos todas las dosis de cariño que necesitábamos dar: te alimento a cambio de que te dejes querer, te cuido a cambio de que me necesites. Pero en los humanos, relacionado íntimamente con nuestra realidad biológica, duerme un sentimiento que nos despierta la necesidad de trascender, de contarle a otro nuestra versión de los hechos, de traspasarle nuestra percepción del mundo. Por eso procuro llegar temprano al colegio y caminar despacio con mi hija de la mano y enseñarle cómo se acortan los días en noviembre y cómo en marzo brotan las primeras hojas; explicarle que debajo de la acera que pisamos hay un mosaico con delfines antiguos y una fuente con un grifo de bronce; y acequias que regaron los campos; y casonas con escudos y patios donde descansaron los amos del mundo; y que muy cerca de allí, en una tarde amarilla, un hombre joven se conmovió extrañado de su propio nombre.

CORE DUO

19 de marzo, 8, 45 horas.

No es original, pero me ocurre y lo cuento.

A veces, cuando llevo a mi hija al colegio, pienso que ella soy yo de niño y que es mi padre el que me lleva a mí de la mano. Desde su altura, la de mi hija, le reprocho a mi padre el no haberse ocupado un poco más de mi, y en mi soliloquio mi padre me dice que no sea injusto, que eran otros tiempos, que esas eran las costumbres y que tampoco me ha ido tan mal. Y le contesto que sí, que tiene razón, pero que no deja de ser verdad que se ocupó poco de mi y que ese sentimiento de pérdida plantó su semilla en mi corazón y me ha hecho ser como soy.
Seguimos andando e imagino que es mi hija la que tiene mi edad y que va por la calle recordándome. ¿Qué reproches guardará en su corazón? Cual será la imagen que de mi conserve?
Cuando vuelvo a casa  busco en el ordenador la carpeta «Fotos de Juan Vida» y selecciono los rostros con los que me gustaría ser recordado y los guardo en las entrañas del núcleo doble del procesador «Core Duo».