Mientras alguien cuenta cómo fue la muerte, me suelto de su mano huyendo del colegio y corro bajo un techo de glicinas y voces del verano, y me lanzo a la piscina y todo se vuelve rumor de palabras exactas: cloro, sulfato y cal. Y avanzo por el fondo de un agua de hiedra y las palabras son labio, beso y piel, hasta que un niño me cierra la puerta de la que ha descolgado una placa en la que está escrito en bronce el nombre de mi padre. Salgo a la superficie y corre hacia mi la perra blanca de Hagerty que lame mis dedos y agoniza en el manto de glicinas secas. La mano yerta, como un guante antiguo sobre un páramo de escombros, me dice adiós convirtiéndose “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.”