La eficacia del arte se mide por su capacidad de convocar en el espectador la materialización de emociones latentes que luchan por concretarse en palabras, armonías o imágenes. Por ejemplo, un verso que evoca el rumor débil de un baile lejano, una improbable puesta de sol sobre el Támesis, o la melodía que le conduce al primer beso.
Hace tiempo que busco la palabra exacta con la que contar un viaje que hice hacia el futuro, pero tropiezo con la voz de Antonio Fernández Montoya leyendo un poema en el que describe con precisión milimétrica ese trayecto que hice y que me hubiera gustado contar. El poema dice así:
Nace un niño en la noche.
Es rubio y me recuerda
a mis hijos antiguos.
Viene hacia mí y me mira como miran los budas.
Yo le digo: eres mío,
y atraviesa multitudes informes
hasta llegar a donde yo le espero.
Ya está enfrente de mí:
eres mío, repito,
y se queda esperando con la mano extendida.
Lo abrazo.
Óyeme:
por la noche hace frío.
Te guardaré en la casa, junto al fuego,
esa casa de piedra con el salón hundido bajo el agua
al que iluminan rayos de vivísima luz.
Tú y yo seremos peces silenciosos.
Ven conmigo. Confía.
Nunca vas a morir.
Ya pasó todo.