Me encuentro por la calle con Jesús Zurita, un artista joven y maduro, dueño de un mundo propio y de una mano de pintor exuberante. Hablamos un rato de pintura, ese lenguaje antiguo que algunos obstinados seguimos empeñados en usar. Hubo un tiempo en que la dinámica equivocadamente vanguardista forzaba a tomar posturas excluyentes, y los recién llegados tenían la obligación de negar a los que ya estaban allí. El resultado fue la búsqueda normalizada de lo nuevo como presupuesto teórico de obligado cumplimiento, dando lugar a la multiplicación de formas y medios expresivos, y a una democratización de la práctica y disfrute del arte sin precedentes. Pero, a veces, también engendró el extravío hacia la ocurrencia novedosa, y a la transformación de la juventud en género artístico. Por fortuna ésta mecánica remitió y uno puede dejar al veterano Cayetano Aníbal grabando felizmente en su taller, para encontrarse unos metros más abajo con el joven Jesús Zurita y hablar de pintura, esa capa de pigmento que cubre las superficies como un signo primitivo. Forma y contenido indisociables con los que los hombres se contaron un día que los bisontes galopaban por las praderas, convertidos ya en todos los bisontes por los siglos de los siglos.
Me cuenta Zurita que hay alumnos de Bellas Artes que no entienden la pintura. Que a fuerza de buscar el impacto de la imagen o el urinario de Duchamp se olvidaron del signo plástico. Alguien dejó de enseñarles que la pintura es imagen y forma indisolublemente unidos, que no se puede separar lo uno de lo otro, del mismo modo que el avión en vuelo no se puede disociar de su propio vuelo (André Malreaux). Un cuadro no es su reproducción impresa, ni su imagen virtual en la computadora. Es un objeto material que mide y pesa, y que tienen una superficie por donde la pintura va dejando su huella significante, unas veces recreando la ilusión óptica de una venus ante el espejo y otras nombrándose a sí misma en el rojo de un cuadro de Rothko.