Con Morente teníamos una cita que no estaba escrita en ninguna agenda, pero que se cumplía con rigurosa puntualidad. Siempre que Ángel González estaba en Granada aparecía Enrique con su gente para incendiar la noche y hacerla inolvidable. Primero cantaba Ángel por Juanín de Mieres, y después Enrique entonaba un lamento que subía poco a poco desde un pozo antiguo para estallar en un tsunami de pureza que ponía los pelos de punta. Abría Enrique la boca y uno tenía la certeza de estar ante un mago que no necesitara trampas para hipnotizarlo todo con un cante inmemorial que era como el lamento lejano de los segadores y el eco maternal y cadencioso de un patio de vecinos en donde un niño solitario juega con su sombra. Hay fotos de esos días felices. En una de ellas Aurora, la mujer de Enrique, acuna en sus brazos a mi hija mientras le canta la nana que nadie le había cantado. Hoy he visto a Estrella cantar sobre el cuerpo de su padre y he sentido el miedo de la vida sin mi.