Durante cinco días ha vivido en mi estudio una mosca vulgar que tenía las alas demasiado pequeñas. Quizás por eso no molestaba, se limitaba a ir de un lado a otro con una parsimonia poco habitual. Del espejo al baño, del baño al techo, del techo al cristal de la ventana. He buscado en Internet información sobre las moscas y, además de sus nombres en latín y de su pertinaz tendencia a vivir entre heces, me entero de que el 50% de sus genes tienen equivalencias con los míos, y que uno de ellos, el ASPM, es responsable de que el cerebro humano haya experimentado un crecimiento tan espectacular en un tiempo biológico tan corto. Hace seis millones de años, por alguna razón desconocida –tal vez el azar, tal vez el sexo– nuestro cerebro comenzó un proceso de crecimiento vertiginoso en el tamaño y organización del córtex, que nos desgajó para siempre de la rama común de los simios. Dicen los neurobiólogos que este crecimiento fue impulsado por las sucesivas mutaciones positivas del mencionado gen ASPM y del gen Microcephalim, cuya ausencia o inactividad produce microcefalia, reduciendo el tamaño del cerebro al de un australopitécido.
Estas mutaciones positivas se extendieron con rapidez entre la especie, proporcionándole al hombre la ventaja definitiva de su inteligencia. Cada una de ellas dio lugar a notables mejoras en las facultades cognitivas, que posibilitaron mejoras en las condiciones de vida, que propiciaron la aportación de nuevos nutrientes para el cerebro, que de este modo aumentó sus facultades cognitivas, que, a su vez, le proporcionaron mejoras en sus condiciones de vida…
Hasta hace poco, los científicos mantenían que la presión de la evolución biológica del cerebro terminó con la aparición del “Homo sapiens”, dando paso a la presión de la “evolución cultural”. Pero en 2004, el profesor Bruce Lhan, de la Universidad de Chicago, hizo públicas unas conclusiones que contradecían esta hipótesis. Aseguraba Lhan que las dos últimas alteraciones en estos genes son tan recientes que continúan extendiéndose entre la población humana actual. La mutación del gen Microcephalim la fechó en unos 37.000 años, haciéndola coincidir con las transformaciones del Paleolítico Superior (pensamiento abstracto-simbólico, pinturas de Chauvet, flauta de Hohle Fels). La segunda variante favorecida, la del gen ASPM, la fechó en 5.800 años, concurrente con el apogeo de la civilización neolítica anterior a la aparición de las primeras concentraciones urbanas de Mesopotamia y Egipto.
Por último, Bruce Lhan especulaba con la posibilidad de que la transformación del gen Microcephalim no fuera causa del azar, sino que lo hubiese transmitido sexualmente un homínido arcaico llamado neandertal. No se qué habrá de cierto en esta hipótesis, pero de lo que estoy seguro es que después de aquella remota cita amorosa, cuando mamá sapiens y papá neandertal despertaron la mosca seguía allí.
MIRAR Y OÍR EN PERSPECTIVA
Las pinturas de Chauvet, Lascaux o Altamira parecen hechas por una mano experimentada en una larga tradición. Sin embargo, hasta el momento, no hay indicios de haberse producido una evolución lineal semejante a la que siguen en su aprendizaje los niños. Es como si de pronto algunos individuos hubieran desarrollado la habilidad de representar la naturaleza con unos códigos plásticos tan eficaces que aún permanecen vigentes.
Es obvio que el pintor de los caballos de Chauvet no conocía la línea horizontal ni la vertical, ni estableció un punto de fuga sobre el horizonte, ni concibió el espacio como el desarrollo de una progresión geométrica, y no obstante supo crear sobre la pared de la cueva la ilusión de profundidad superponiendo las cabezas de los caballos y separándolas con un trazo blanco para distinguir la que está delante de la que está detrás. A este recurso técnico aún le llamamos “traslapo”.
La flauta de Hohle Fels, con más de 40.000 años de antigüedad, consta de cinco agujeros que componen una escala pentatónica perfectamente cifrada. Sobre un hueso de buitre, una línea recta describe longitudinalmente una progresión que se subdivide en cinco marcas transversales que indican el punto exacto en el que debía hacerse cada una de las perforaciones. El constructor de esta flauta no sabía que la melodía que surgía de su instrumento lo hacía a partir de una progresión geométrica, pero sí sabía que aquel sonido le resultaría mágicamente bello siempre que hiciera los cinco orificios en el sitio correcto.
La necesidad de medir y catalogar la naturaleza introdujo, entre otras jerarquías, la de la ordenación geométrica. La línea vertical, por ejemplo, es una invención relacionada con del desarrollo de la cuerda neolítica que nos autodefine en el espacio como un eje de simetría perpendicular a una línea horizontal sobre la que nos desplazamos ordenando el mundo en abajo, arriba, derecha e izquierda.
Una vez que el hombre miró a su alrededor, aprendió a distinguir el horizonte del cielo, el murmullo de la melodía y lo mío de lo tuyo.
VER Y MIRAR
Es probable que la ciencia nos desvele muy pronto –si es que no la ha hecho ya– cómo y porqué ciertas combinaciones de sonidos o colores encajan favorablemente en nuestro sistema sensorial. Dicen los que saben de esto que nuestra mente no se alimenta de cosas, sino de aquello que las cosas tienen en común. Que hace abstracción de los datos percibidos en forma aislada y bidimensional, y los relaciona en progresiones geométricas para completarlos en un mapa tridimensional. Dicen también que el cerebro humano se siente especialmente cómodo trabajando con ese tipo de progresiones: una letra se asocia con otras y forma una palabra, que se une a otras que forman una oración, que se asocia con otras que forman una frase, que se asocia a un texto…
Parece ser que con las imágenes el cerebro, el neocortex, trabaja de la misma manera que lo hace con el lenguaje. Asocia y reordena en un entramado profundo y tridimensional los datos percibidos en crudo: un punto se asocia con otros para hacer una línea, que se asocia con otra para formar un ángulo que se une a otro y originan un triángulo, que se asocia con otro y crea un rectángulo, un poliedro, etc.
Leamos el siguiente texto: “Sgeún etsduios raleziaods por una Uivenrsdiad Ignlsea, no ipmotra el odren en el que las ltears etsen ecsritas”. Es evidente que a la tercera palabra el cerebro ha corregido y ordenado las letras recomponiéndolas en la forma correcta. Lo mismo ocurre cuando dibujamos lo que conocemos y no lo que de forma objetiva estamos viendo. Por ejemplo una solería tapada en parte por un mueble es reconstruida mentalmente en su totalidad según la lógica de la experiencia asumida. De igual forma, unas cuantas líneas en un papel se constituyen en el retrato de una persona, y una sucesión de círculos concéntricos representan la ilusión óptica de la profundidad espacial.
Pero esto no ha sido siempre así. La percepción visual también ha tenido una larga historia evolutiva que tuvo su disyuntiva crucial en la escisión entre el acto físico de ver y el acto intelectual de mirar. A partir de ese momento los humanos nos diferenciamos definitivamente del resto de la Naturaleza para convertirnos en espectadores de su portentoso espectáculo: bisonte, rayo, Luna o muerte.
EL PERRO DE GOYA
A nadie escapa que Goya es uno de los precursores de la modernidad en el Arte y en lo civil un adelantado progresista de su tiempo. Su obra está impregnada de un potente flujo renovador que la convierte en un hito fronterizo. “El perro de Goya” es una de las obras que más innovaciones contiene y que más literatura ha generado. De ella se han escrito incontables metáforas sobre la soledad, el abandono y la angustia de los humanos, que, como en las fábulas de Esopo, Goya hace protagonizar a un discreto perro.
De esta obra extraordinaria hay un par de cosas que me gustaría reseñar.
La primera es que no fue originariamente un cuadro, sino que formaba parte de los murales del segundo piso de la Quinta del Sordo. La persona que en su día decidió su recorte y posterior extracción de la pared fue quien diseñó el cuadro y cubrió de soledad al perro. Da igual que lo hiciera Salvador Martínez Cubells o el propio Goya, el caso es que después del recorte la pintura ya era otra cosa.
En segundo lugar, decir que se trata de un cuadro que Goya “se encuentra” en el acto de borrar. Si lo miramos desde un lateral se aprecian con claridad meridiana las huellas de las pinceladas de una figura de mujer que hay pintada debajo, y que el artista decidió borrar. Así, en ese acto voluntario de velar la imagen, “desveló” un nuevo cuadro de gran belleza plástica y de profunda evocación metafórica. De este modo Goya situaba la creatividad artística en la propia acción de pintar (borrar forma parte también de la pintura), pues supone, de un lado, la admisión de la pintura como un lenguaje autónomo, y de otro, el conceder al “genio” del artista la facultad única e irrepetible de crear una obra de arte nacida de un impulso que sólo puede emanar desde su yo más íntimo en el acto de pintar. En la época de Goya esto era impensable, puesto que un cuadro se concebía como un cosmos en el que ocurría un suceso acotado por los propios límites físicos del lienzo, y que obedecía, necesariamente, a un proceso que partía de una idea previa desde la cual, en base a determinadas reglas, iban surgiendo bocetos que daban lugar a una estructura que determinaba la composición final.
La decisión de otorgar estatuto de obra finalizada a éste cuadro “encontrado” es, a mi parecer, lo que coloca a Goya en el comienzo justo del arte moderno. Más aún que su valiente pincelada expresionista, pues supone la aparición de un “yo genial” que “vomita” en el acto creativo aquello que sólo él puede expresar. Este es sin duda el rasgo identificador del artista moderno, dueño desde ese momento de lo que ocurre dentro del cuadro, entendido éste como extensión de su propia experiencia vital.
MIGUEL HAGERTY
Me dicen que ha muerto Miguel Hagerty, con el que me unía un particular vínculo familiar. Fue un historiador peculiar que encontró en el Sur la patria de su corazón. Quiero recordarlo con sus palabras del último enero.
LA INMEDIATEZ DE SANTA CLAUS
(MIGUEL HAGERTY)
«ESTE concepto bien podría caracterizar toda nuestra época, computándola desde el final de la Guerra Fría hasta hoy mismo. No me refiero, ni mucho menos, a aquella inmediatez característica de ciertas líneas de pensamiento filosófico anarquista (el ultra individualismo de Hakim Bey, por ejemplo), ni tampoco a la idea de inmediatez de que habla el Derecho Laboral al disertar sobre el despido libre (e inmediato), tan deseado por Gerardo Díaz Ferrán y sus huestes (serán huestes hasta que sus compañeros se pongan las pilas y eligen como presidente a un empresario en condiciones, que los hay) del CEOE.
Me refiero a la inmediatez del espíritu navideño de los regalitos que nos trae Santa Claus. Prefiero el término «Santa Claus» por encima de Papá Noel -ahora me explico-, y prefiero hablar de los regalitos de Navidad en vez de los de los Reyes Magos porque simboliza mejor el nivel de degradación a que hemos caído -voluntariamente-, sobre todo en estas fechas «tan señaladas para Usted y los suyos» como me repite año tras año la felicitación de El Corte Inglés (para mi santo y cumpleaños dicen los mismo pero en singular; ¡lo que es la personalización!).
Nos hemos convertido (algunos) en consumidores insaciables de megas porque las megas definen la rapidez de tu portátil, tu móvil, tu ordenador «a bordo», tu video cámara y, en fin, de todo lo que hace la vida contemporánea más placentera, siempre que los placeres lleguen inmediatamente. Tan obsesiva es esta cuestión de la inmediatez que, dada la imposibilidad (todavía) de tragarse una pastilla para aumentar la capacidad de almacenar información en el cerebro, que las megas se han convertido en algo casi biológico para muchos.
La paciencia, nuestra mejor aliada en esta vida para casi todo (hasta para orinar), está cada día más ausente del comportamiento en sociedad, justo donde más falta hace. Si te atreves a mantener la velocidad máxima autorizada en la Circunvalación, por ejemplo, no tardarás en ser adelantado más por la derecha que por la izquierda. «Lo quiero todo, y lo quiero ahora» cantaba Freddy Mercury en una muy buena canción, que reflejaba una muy mala filosofía de vida.
Santa Claus, Papá Noel y los Reyes Magos constituyen, en la mayoría de los casos, un engañabobos que suplementa un planteamiento inmaduro de la vida que requiere una reacción inmediata a nuestros deseos. Es decir, a las críticas ya clásicas sobre la Navidad (consumismo, hipocresía, falsedad, etc.) propongo añadir la inmediatez.
Ahora bien, no pienso por nada en el mundo perderme a mi viejo amigo Juan Vida vestido de Melchor en la cabalgata.»