SALVAR EL LEGADO GUERRERO

Tengo la sospecha de que a la familia Guerrero no le apetece liquidar con el legado de su padre en Granada. Es más, diría que estarían dispuestos a volver a oír las propuestas de las distintas administraciones, especialmente aquellas que, incluyendo a la Diputación de Granada, Ayuntamiento de Granada, Junta de Andalucía y Ministerio de Cultura, garanticen la continuidad del Centro en su emplazamiento actual, con el mismo proyecto cultural y con la misma excelente plantilla de profesionales. Pero me temo que no es éste el mejor momento para pedir a nuestros representantes la voluntad política de sentarse armónicamente a diseñar una salida que evite la desvinculación de la obra de Guerrero con el museo que lleva su nombre. Las nubes de las elecciones empiezan a emborronar el horizonte del próximo paisaje.
Hace unos días el Ayuntamiento reclamó a la Junta de Andalucía la tutela y preservación de los cuadros que José Guerrero cedió a la ciudad, a lo que el delegado Benzal Molero contestó que ellos no pintaban nada en el asunto. Ahora el concejal García Montero, mordida la presa, estrecha el cerco y ofrece a los Guerrero que los cuadros se queden expuestos en el Auditorio Manuel de Falla, a lo que la familia del pintor contestará que no, que esa solución no garantiza la continuidad del proyecto deseado por su padre. De otra parte, la Diputada Pérez Cotarelo se mantiene firme en sus dos propuesta, y en el caso de que no se aceptara ninguna de ellas, entiende que no hay voluntad por parte de la familia de llegar a un acuerdo y da por terminado el cuento de nunca acabar. Aquí paz y después, la gloria por los suelos.
Éste es el momento de las concesiones y la generosidad. Es hora de que los administradores públicos levanten la vista del suelo y se impliquen en el mantenimiento y continuidad del Centro Guerrero como un bien irreemplazable de Granada, referente por méritos propios en el panorama artístico nacional. En la plantilla del Centro quedan personas sobradamente capacitadas como para continuar la filosofía de su programa museístico. Sólo es necesario que los políticos de esta historia tengan la misma amplitud de miras que han demostrado recientemente ante la falta de liquidez para concluir las obras del Centro Lorca, y antepongan el interés de Granada al de sus programa político o a su enconamiento personal.

NECESITO UNA EXPLICACIÓN SOBRE EL CASO GUERRERO

Siempre he defendido que Granada no es una ciudad especial, que aquí no ocurren cosas que no puedan suceder en cualquier otro lugar del mundo. Las ciudades son como sus habitantes, y los humanos nos parecemos mucho y nos comportamos de forma muy parecida estemos donde estemos y seamos de donde seamos. El vecino siempre será el primer rival y el extranjero el enemigo. Da igual que vivas en Chicago o en Pinos Genil tus relaciones sociales acaban restringidas a un número limitado de personas con las que estableces ciertas reglas de juego que van del marcaje al hombre a la pena máxima, pasando por el “al enemigo ni agua”. Lo que cambia entre Chicago y Pinos es la escala con la que se miden y la frecuencia con la que se producen. El roce favorece la fricción.

En este sentido Granada sí es una sociedad de escala pequeña en la que los vecinos conocemos a nuestros vecinos, los marcamos de cerca y con frecuencia envidiamos sus triunfos. Cuando Jesús Quero llegó a la Alcaldía de Granada, un compañero del colegio me dijo, llevándose las manos a la cabeza, que cómo podía ser alcalde Jesús si había jugado con él al billar un montón de veces. Claro, aquel compañero de pupitre, en su aviesa miopía, se estaba autorretratando con la mirada fija en el ombligo. Esa cercanía, esa vecindad envidiosa alimenta celos y teje celadas para mayor gloria del fracaso colectivo. Cuanto peor, mejor, podría ser el eslogan de este ejercito de zapadores en que nos hemos convertido.

Digo esto porque me escuece el desenlace que han tenido las negociaciones sobre la consolidación del Legado del pintor José Guerrero en la ciudad de Granada. Tengo el presentimiento de no conocer toda la verdad sobre los puntos conflictivos o irrenunciables que han conducido a la penosa situación de empaquetar los cuadros y mandarlos de vuelta a casa. Me parece que faltan detalles por conocer que justifiquen las posturas mantenidas por los herederos y por la Diputación de Granada. ¿Se trataba de acordar partidas económicas, reparto de poder o representatividad? ¿Cuáles eran las posturas oficiales de unos y otros a la hora de negociar? ¿Hablaban un doble lenguaje o es que la letra del contrato era demasiado pequeña? ¿Existía alguna animadversión no explicita entre los negociadores que los hacía irreconciliables de antemano?

Por último, aunque sólo sea para desmentir a los apóstoles de la maldición colectiva e insoslayable que pende sobre Granada, creo importante recordar que las decisiones de un lado y otro no las ha tomado un ente abstracto granadino, sino personas con responsabilidades civiles, profesionales y morales que tienen su nombre y sus apellidos.

Granada se merece alguna explicación más.

EN EL BUEN SENTIDO DE LA PALABRA, CLAUDIO

Siempre me he considerado una persona con suerte. La suerte de tener hermanos mayores de los que aprender de oído más de la mitad de las cosas decisivas de mi vida. Cuando yo era un insolente aprendiz de pintor tuve la fortuna de conocer a mi hermano Claudio Sánchez Muros, un artista diferente, un maestro. Talvez la persona que más influencia ha ejercido en mi carrera de artista. De él aprendí que el arte es mitad mano y mitad cerebro, que la técnica sólo es recurso y que el medio no es el mensaje. De su boca escuché por primera vez las palabras diseño, buril y Lao-Tsé. Conocí el sentido exacto de la honradez, la difícil lección de la modestia y los límites del talento propio. Nunca nadie le vio un mal gesto, nunca un reproche. Descanse en paz el vivo retrato del hombre bueno, del maestro generoso, del artista sensato.

DE LOS HERMANOS MAYORES

En el colegio, los niños con hermanos mayores nombran las palabras y los números venideros con un saber heredado que les otorga cierto prestigio tan útil como peligroso. Yo fui un niño que creció tutelado por una muchedumbre de hermanos mayores. Empecé a pintar a imitación de mis hermanos, leí a Sartre y a Borges en la pequeña biblioteca ambulante de mi cuñado, y escuché a Violeta Parra en el “cassete” de mi hermana. Supe de la primavera de Praga y del mayo francés por las fotos de “Triunfo”, y leí los primeros versos en «Tragaluz» y «Poesía 70». Se me dio por añadidura más de la mitad de lo que conozco. En el colegio me enseñaron a respetar al prójimo y a escribir al dictado las palabras de Rabindranath Tagore. Por el empeño de Miguel Ruiz del Castillo, mi profesor de dibujo, fui un niño pintor. Frecuenté las exposiciones y conocí a mis hermanos de la calle: Lola Boloix, Carlos Cano, Pepe Heredia, Emilio de Santiago, Juan de Loxa, Carmelo y Claudio Sánchez Muros. De Claudio escuché por vez primera la palabra diseño, y supe que la pintura es mitad materia y mitad pensamiento. Adopté como hermanos a José Carlos Rosales y Justo Navarro, que me abrieron la casa secreta en donde vivían las mejores cabezas de la izquierda divina: Mariano Maresca, Juan Carlos Rodríguez, Mateo Revilla, Javier Egea… De todo este caldo, nació un adolescente airado y rebelde, marcado por la impronta cristiana de los elegidos para el “sacrificio” de cambiar el mundo de base.
Nadando en la gran ola de fondo que arrastraba de forma irreversible el periclitado tiempo del franquismo, pensé que la historia y la razón estaban de nuestra parte. Acostumbrado a seguir el ejemplo de los mayores, asumí la consigna del arte al servicio del pueblo, y sin conciencia de plagio, seguí la bandera del realismo social y mi arte se hizo militante. Pinté la “épica” lucha de obreros y estudiantes, y colgué los cuadros en la Librería de Juan Manuel Azpitarte bajo el título de “Obra fechada”. En el catálogo de la exposición, parafraseando a Cortazar, escribí: “Esto lo estoy pintando mañana”. Pero mañana la obediencia a la consigna se esfumó con el glamour de la clandestinidad aventurera, y perdí el interés por la militancia en la misma medida que se ganaban libertades y el “Partido” imponía su nueva lógica. De las células, se pasó a las agrupaciones y de los gremios a los barrios. Me desentendí del pasado inmediato y busqué nuevos modelos lanzándome hacia la otra orilla como el que huye de un incendio.
Siguiendo los sucesivos estados de ánimo del país fui consumiendo modelos, y del explosivo furor colorista de los primeros 80, pasé al sombrío pesimismo del desencanto de mediada la década. En 1987 conocí en Nueva York la pintura densa y monumental de Anselm Kiefer, y su impacto marcó para mí el final del tiempo de formación. Ya no cabían más tentativas, aquel hombre había pintado los cuadros que yo hubiera querido pintar. Después de dos años en blanco volví con un lenguaje propio desligado de la tutela directa de los mayores, y aquella ola de fondo que me arrastraba desde el parvulario llegaba por fin a la orilla, despertando a la barca que, como en Machado, esperaba paciente la marea.

COMO MIRAN LOS BUDAS

La eficacia del arte se mide por su capacidad de convocar en el espectador la materialización de emociones latentes que luchan por concretarse en palabras, armonías o imágenes. Por ejemplo, un verso que evoca el rumor débil de un baile lejano, una improbable puesta de sol sobre el Támesis, o la melodía que le conduce al primer beso.
Hace tiempo que busco la palabra exacta con la que contar un viaje que hice hacia el futuro, pero tropiezo con la voz de Antonio Fernández Montoya leyendo un poema en el que describe con precisión milimétrica ese trayecto que hice y que me hubiera gustado contar. El poema dice así:

Nace un niño en la noche.
Es rubio y me recuerda
a mis hijos antiguos.

Viene hacia mí y me mira como miran los budas.
Yo le digo: eres mío,
y atraviesa multitudes informes
hasta llegar a donde yo le espero.

Ya está enfrente de mí:
eres mío, repito,
y se queda esperando con la mano extendida.

Lo abrazo.

Óyeme:
por la noche hace frío.
Te guardaré en la casa, junto al fuego,
esa casa de piedra con el salón hundido bajo el agua
al que iluminan rayos de vivísima luz.
Tú y yo seremos peces silenciosos.

Ven conmigo. Confía.
Nunca vas a morir.

Ya pasó todo.