El segundo texto que aparece en el catálogo de “Un cuento chino” salió de la cabeza prodigiosa y tocadísima de Alejandro Víctor García. Mi intención era que participaran en el catálogo todos aquellos que de alguna forma habían vivido el proceso de adopción cerca de nosotros. Alejandro es uno de esos amigos que junto a camareros, sastres, cantantes, pintores, poetas, médicos, hijos de amigos y esposas de camaradas, vivió con nosotros los meses que precedieron al viaje a China.
Este es su cuento:
UN CHINO CUENTA
“Dejaos de cuentos chinos”, dijo el hombre chino. “No existen. Sólo hay una historia inacabable que transcurre en una región mental a la que llaman China. Las infinitas vicisitudes del relato no son propiamente cuentos chinos sino partes de un todo formidable (y chino). Hay muchos chinos dentro de ese cuento. Pero además de todos los orientales que vivimos en él también hay occidentales que aspiran, como el Equilibrista, a convertirse en chinos y contar fábulas que quisieran ser chinas, es decir, finas, translúcidas y sentimentales como la cerámica. O se ponen chinas en los zapatos para cultivar rozaduras como si fueran martirios chinos. ¿Calzan las chinas chinelas? Casi nunca. Hay mucha confusión, pero todo es parte del mismo cuento. Abundan los fantasmas chinos que hacen apariciones chinas y asustan a la gente, que tiembla con el delicado estremecimiento de un flan mandarín. Todo esto ha contribuido a que cualquiera se sienta capacitado para escribir historias chinas sin ser legítimamente chino, quizá porque todos aspiran a ser un poco chinos (amarillos, quiero decir) o formar parte de su historia vertebral”.
“Esta es la verdad”, dijo con severidad el hombre. “Mucho antes de que el Equilibrista del cuento chino y su mujer vinieran a China y cruzaran su mirada en los bosques de Nanning con un macaco, que era un espía menor disfrazado de bestia, había empezado el cuento chino. Para llegar al capítulo en que Coral se llama Coral, para que sus pies menudos pesaran sobre el mundo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo. Por supuesto solsticios, equinoccios, paisajes lentos y dolorosos. Estamos hablando de hace 3.500 años, de la herencia de los Tres Augustos (Fuxi, Nuwa y Shenoonh) y de los cinco emperadores (el Amarillo, Zhuanxu, Diku, Tangyao y Yushun). Ahí está el origen del cuento. Tampoco hay que olvidar a las grandes dinastías, las que inventaron los carros de guerra tirados por caballos, las que se alzaron en armas para inventar el sistema de escritura shang. Las que idearon la lengua manchú y abrieron el comercio de la plata a América y Filipinas. Han, Jin, Sui, Tang, Song, Yuan, Ming, Qing. Y entre medias el concurso de mucha gente, millones y millones, que añadió su ínfima andanza personal para que el cuento chino tomara ese y no otro derrotero. Tuvieron que sucederse generaciones, imperios, revoluciones y satrapías; matrimonios, rupturas, adulterios y muertes repentinas. Marco Polo tuvo que escribir su Libro de las Maravillas. Y Henri Michaux, la historia del bárbaro en Asia. Y el americano David Kidd contraer matrimonio con la última aristócrata antes de la revolución comunista. Y que viniera Mao, el terror, el Gran Salto Adelante y la masacre de la plaza de Tiananmen. Un cuento a veces maravilloso, tedioso otras y también con capítulos sangrientos”.
“Todo para que un día”, dijo suspirando el hombre, “naciera por fin Coral en el valle de Lijiang, la noche más corta del año 4702, y el Equilibrista sintiera una señal en el estómago (en realidad fue en la vejiga) y dejara su valle remotísimo y emprendiera con su esposa un larguísimo viaje a un país enorme de cerca de diez millones de kilómetros cuadrados y eligiera entre tanto campo abierto, pensando que sus pasos los regía el azar y no la predestinación de la historia, una cuenca diminuta, y entre 1.300 millones de habitantes una sola niña china que sería Coral y luego Julia. Cuando hubo culminado la proeza (el viaje milenario de su carne) y tomado a la niña de la mano emprendieron el regreso a otro valle donde otros muchos aguardaban sin conciencia de esperar (trepando también cada uno por sus siglos y sus huesos hacia ese destino) la llegada de la pareja con la niña. Esperaban camareros, sastres, cantantes, pintores, poetas, médicos, hijos de amigos, esposas de camaradas. Esperaban la confluencia del cuento chino con ellos mismos. Con ellos, con sus corazones, con su sentido del tacto, con sus hijos, y los hijos de sus hijos”.
“En un rincón del estudio esperaban también impacientes las tablas y los lienzos. Esperaban más que a Coral o a Julia a su silueta. Y a la silueta del macaco y la tierna paleta de los colores que impregna a la niña que hace equilibrios sobre un balón con estrellas que parece el cielo de la infancia. Todos esperaban, incluida la lluvia, la llegada de la niña”.
“Sólo se escribe un cuento chino”, añadió el hombre cono tono profesoral, “cuando se está convencido de que la historia por fin ha acabado, la peripecia concluida y cada uno en su lugar, ejerciendo el papel que le ha sido reservado en la trama de ese pasaje parcial de la gran historia. Entonces se dice o se pinta el cuento. Pero es otro error, porque el cuento chino sigue, no se detiene. Busca los rápidos del río, los grandes saltos de agua. Y lleva (nos lleva) a Coral, a todos, tira de nosotros. Y una vez en las entrañas del cuento ya no puedes volver atrás porque el cuentos sigue, nos empuja con su aullido interminable. Hasta el jardín o hacia los despeñaderos. Y la historia parece que no acabara nunca”.
ALEJANDRO VÍCTOR GARCÍA