EL PAÍS DE LAS HIJAS

Para terminar el catálogo de “Un cuento chino” elegí a la primera persona en que pensé al pedir los textos. De José Carlos Rosales quería justo lo que escribió: el pensamiento de un padre privado de la convivencia diaria de sus hijas.

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JOSÉ CARLOS ROSALES

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El país de las hijas

Cuando llegan –si llegan– lo hacen con un país bajo el brazo, el país de las hijas, país imprevisible o misterioso, un reino donde el mundo comenzaría de nuevo. Traen consigo canciones desconocidas que, al principio, son un leve balbuceo y, con el tiempo, se asemejan a músicas antiguas o ancestrales, melodías olvidadas que poco a poco van ocupando no sólo todos los espacios sino también el tiempo, todo el tiempo del mundo. Traen un país bajo el brazo, otras reglas, distintas ceremonias. Nuestro país se queda caducado, obsoleto, sus relaciones diplomáticas se van debilitando y sólo existe el suyo, un país que podría parecernos diminuto o lejano, tal vez borroso, y que crece por horas o por días. El sofá se convierte en un buque que cruza el mar de los Sargazos, la butaca es una casa de madera en un rincón del bosque, en la terraza estará el jardín de los monstruos y una alfombra podría volar rozando campanarios y cúpulas. Cuando llegan lo hacen con un país bajo el brazo, un país de pagodas y palabras secretas, palabras enigmáticas que se olvidan y luego, al querer recordarlas, sólo son una sílaba sola, sílaba irrepetible, conjuro poderoso que conserva los restos de una magia sin normas o sin límites. Nos paseamos por el país de las hijas sin saber que pisamos un territorio ajeno, allí sólo somos un viajero sin mapa, extranjeros o nómadas, nadie nos reconoce, sólo nos reconocen ellas, perdemos nuestro nombre o nuestro rostro, nos sentimos partícipes y sólo somos un visitante transitorio, alguien que va de paso sin moverse del sitio; ellas no, ellas poseen la inmensa soberanía de lo que está empezando, la independencia originaria, y la administran sin pudor, apenas titubean, saben que todo lo tienen de su parte, el futuro y los besos, el cansancio y las lágrimas, la certeza más útil, pues sus risas o lágrimas siempre son infalibles, veraces: las hijas no se disfrazan nunca, cuando se visten de ficha de dominó son una ficha de dominó, cuando se visten de viajeras son viajeras y cuando no llevan disfraz están disfrazadas de sí mismas, siempre están pensando en ser otra persona, ellas mismas, aquello que nunca dejarán de ser. Llegan como si fueran a quedarse pero empiezan a irse cuando llegan, su manera de no estar es quedarse haciéndonos creer que su lugar es éste que ahora pisan. Y lo pisan tanteando el sendero que las alejará de este barrio o de estas calles hasta llevarlas a ese país inmenso donde nunca entraremos, el país que trajeron consigo, el país inalcanzable de las hijas.

Cuando se van lo hacen llevándose su país bajo el brazo, un país soberano y enorme, se alejan sin aviso, se llevan sus canciones, su lenguaje secreto, y dejan tras de sí palacios a medio terminar, murallas derruidas, estanques donde sólo prosperará el verdín. Su pelota de estrellas malvivirá envejecida en la terraza y el tobogán del parque será un espejo roto, sus primeras sandalias dormitarán en un desván oscuro y la luz que traían se esfumará, ni siquiera quedará su rastro. Su ausencia, lentamente, será como una extraña pesquisa arqueológica, herramientas sin uso, lápices de colores, cerámica cretense, los dibujos que el tiempo no podría corromper. El país de las hijas no se va cuando se van las hijas, sus vestigios se quedan y quedan para siempre, como esa bicicleta de madera o el triciclo sin hierro, como el gesto de un mono que no fue de madera, como el rumor pretérito del mundo.