En algún momento de la evolución, el cerebro humano experimentó un importante crecimiento y un desarrollo funcional que condujo a la aparición de una mente consciente con capacidad para pensarse a sí misma y para rebelarse frente el dictamen impasible de la Naturaleza, lo que convirtió al hombre en protagonista de su propia existencia. Imitar voces, saltar de alegría, fingir miedo, percutir troncos o pintarse la piel debieron ser las señales inaugurales de los primeros códigos con los que los humanos empezaron a comunicarse socialmente. Para llegar hasta ese nivel de expresividad fue necesario contar con un cerebro capaz de elaborar mapas mentales simbólicos y una memoria donde poder guardarlos. Mucho tiempo después, los humanos inventaron sistemas de memoria externos al cerebro, como la representación de imágenes sobre las paredes de las cuevas, los amuletos de hueso, la modulación de los sonidos de la voz y, más tarde, el lenguaje.
Aseguran los evolucionistas que estas prácticas cohesionaron a los grupos, dando origen a las primeras formas de organización social. Al parecer, las prácticas “artísticas” se impusieron en la evolución porque aportaban ventajas decisivas para la regulación biológica de la supervivencia y para la homeostasis social. Los grupos humanos que contaron con estas herramientas tuvieron más éxito en la lucha por la vida, y las «habilidades» de los más listos supervivientes se fueron incorporando al inconsciente genético, magma en el que se funden los comportamientos universales que alimentaron la formación inicial de las artes y de las narraciones mitológicas. Se puede decir que el valor biológico de la cultura generó en los humanos la inteligencia social.
Pero aquellos individuos no sólo habían adquirido conciencia de su propia subjetividad, también de la de sus semejantes con los que compartía triunfos, fracasos, bienestar, placer, felicidad, fantasía, risas… ¿Qué cosa será la risa?