Juan Vida

Blog del pintor y diseñador gráfico granadino

TAN MISERABLE Y HONRADO

La vida en el largísimo Pleistoceno debió de ser muy dura. El acoso de una Naturaleza impasible y hostil obligó a nuestros ancestros a vivir en lucha agónica contra todo. Cuando imaginamos cómo sería aquel mundo solemos visualizar grupos de cazadores acechando fieras aterradoras y devorando sus entrañas en una escarpada cueva. Eso sí, con un ojo en las liendres del compañero y con el otro en las turbias intenciones del vecino. Porque no era sólo defenderse de los colmillos de las bestias, también había que cuidarse de la rapiña carroñera de los congéneres humanos. La lucha por cada guarida y por cada pedazo de carne condicionó la existencia e impulsó la unión cooperativa con la intención última de unir fuerzas para seguir viviendo. Pero la guerra no terminaba ahí. Dentro del grupo también pelearían por el mejor bocado y por el mejor cobijo, imponiéndose, al fin, la ley de los más fuertes y de los más hábiles a la hora de establecer alianzas de poder sobre los débiles y resignados.

No debió ser fácil la vida en el Pleistoceno, pero el resultado de aquel colosal alambique de calamidades y conquistas fue la destilación de un primate súper evolucionado, sociable, envidioso, encantador, fabricante, avaro, derrochador, cariñoso, criminal, presumido, celoso, erótico, jugador, rencoroso, destructor, creativo, frágil, imaginativo y hablador. Instintos e intuiciones que traemos sedimentados en el mapa genético a modo de instrucciones para la construcción y funcionamiento de nuestro organismo –cuerpo y mente indisolublemente unidos–, y que conforman las constates universales del comportamiento humano, originadas, por supuesto, en la regulación biológica de la vida. El gusto por determinados sabores, la atracción sexual o la elección de un espacio para vivir, aunque susceptibles de ser modificadas por la experiencia individual, son conductas automatizadas y dirigidas con anterioridad desde el inconsciente genético. También la fascinación por los sonidos armónicos, la sensación intuitiva del espacio, la capacidad para imaginar el entorno que no vemos, la facilidad para lanzar objetos con precisión, el gusto por los adornos, los tatuajes y las pinturas corporales, y, cómo no, la capacidad innata para el lenguaje.

Tan miserable y honrado. Tan terrenal y divino.

Juan Vida

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