En el norte de Kenia, en el yacimiento de Nariokotome, cerca del lago Turkana, el grupo de paleontólogos de Richard Leackey encontró en 1984 los restos de un homínido joven muerto hace un millón seiscientos mil años, al que bautizaron como el niño de Nairokotome o niño de Turkana. La anatomía y disposición del esqueleto es muy semejante a la de un humano actual y su filogenia lo sitúa en el orden del Homo erectus / Homo ergaster, justo en el borde inicial del Pleistoceno. A simple vista se aprecia que padecía de escoliosis y que murió a causa de una septicemia producida por la infección de una muela. También se sabe que sus fémures no habían terminado de osificarse –lo que indica que debía tener unos doce años–, que medía un metro sesenta y que de adulto hubiera alcanzado el metro ochenta. Sin embargo, pese a su altura, su capacidad endocraneal equivalía a la que en la actualidad tienen los niños de un año. Al parecer él y sus congéneres habían perdido ya gran parte del espeso vello corporal, y aunque andaba con las palmas de las manos hacia delante, aseguran que pasaría desapercibido si lo viéramos de lejos cruzar un semáforo. En efecto, la reconstrucción forense, músculo a músculo, de su cuerpo y de su cara nos sitúa ante uno de nuestros espejos más antiguos. Algo rudimentario, pero bien vestido y a cierta distancia, el niño de Turkana parecería uno de los nuestros.
En el molde endocraneal de su cabeza hay huellas del área de Broca, región del neocórtex que, entre otras funciones, nos permite a los humanos entender, ordenar y reproducir el lenguaje. Pero el niño de Turkana no podía hablar. Según el paleoantropólogo Alan Walker, parece ser que, aunque disponía de una gran capacidad pectoral, el hueco interior de sus vértebras es demasiado estrecho en comparación con el de nuestra columna, especialmente en el nivel torácico, lo que hace imposible el paso de los nervios necesarios para mover el diafragma y expulsar el aire desde los pulmones hacia la laringe con la precisión que requiere cada fonema de cada palabra. El hueco de sus vértebras era más parecido al de los grandes simios actuales, y al igual que estos no estaba preparado para gritar y respirar al mismo tiempo.
El lenguaje es el mecanismo que organiza la consciencia autobiográfica que nos define como humanos. «Una vez que comenzamos a hablar, pudimos imaginar el futuro y recordar el pasado de modo muy distinto a los animales», leo a la sombra de una sombrilla en la que escondo la decadencia de mi carne. De pronto, un adolescente con cresta de futbolista y caderas de contrabajo, sosteniendo la mitad de un helado en su mano, le grita indignado a su hermana, “mah pedio un chupao y lah dao un bcao”. La hermana, para tranquilizarle, le dice, “toma un poco deste goyur que tiene una mititiya pero”. Me doy la vuelta y sigo leyendo la historia de los homínidos de hace un millón seiscientos mil años que, aunque no podían hablar, desarrollaron la “sofisticada” industria de las bifaces.