Manuel Rivera (Granada 1928, Madrid 1995) indagó en el desarrollo de un lenguaje plástico original y revolucionario con el que alejarse moral y físicamente de la confortable estabilidad academicista, al tiempo que describía una paradójica parábola de regreso hacia sus referentes primeros. Desde muy joven consolidó un vocabulario visual vanguardista basado en la austeridad expresiva del alambre, el hierro y la madera, al que fue incorporando invenciones que los convertían en espacio, en luz, en reflejo y en agua, para volver de este modo a las celosías, a la luz trémula de los atardeceres, y a la trama trepidante de los vencejos sobre el espejo del agua estancada. Él, que se impuso como disciplina vital superar el localismo volando alto y lejos, regresaba sin querer queriendo como renovador del imaginario iconográfico granadino. “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.
Rivera fue un hacedor, un artista que encontraba –inventaba– en el proceso constructivo la significación de un arte objetual edificado a partir de afirmarse en el propio proceso de hacerse. Si fuera un pintor en sentido estricto diríamos que pintaba pintando, que construía a partir de una relación manual directa con los alambres, con los hierros y con las maderas. La suya es una obra que se construye haciéndose espacio traspasado de luz, de color, de memoria, y que se escora suavemente hacía un mundo de referencias memorables con billete de vuelta a los viejos sitios de la vida.
Ahora que se cumplen 15 años de su muerte le recuerdo gesticulando, levantando y frunciendo espectacularmente las cejas, escuchándome atento con la mano en la barbilla, ladeando la cabeza para hablarme con unos ojos que gritaban. También le veo marcado por la enfermedad, optimista y ajeno a la evidencia. Le oigo hablar de sus desencuentros con Granada, consecuencia tal vez de una generosa cercanía mal interpretada por una sociedad que acostumbra a recelar de lo próximo. Lo veo bajar por la calle de los Oficios hablando de ese desencuentro que tanto le hiere, mientras volvemos despacio a los viejos sitios en donde la vida nos amó alguna vez.